Otro Constitucional
El Parlamento debe renovar un alto tribunal que no logra decidir sobre el Estatut en cuatro años
El Tribunal Constitucional ha sido incapaz, por quinta ocasión en casi cuatro años, de dirimir sobre la constitucionalidad del Estatuto de Cataluña. No debería intentarlo una sexta vez. No existe ninguna garantía de que con la actual composición este tribunal sea capaz de evitar un nuevo fracaso. Y se trata, además, de una composición que no haría más que añadir sombras a una decisión adoptada en la sexta prórroga. De los 12 magistrados que empezaron la discusión, uno está recusado, otro fallecido, cuatro han desbordado el plazo para el que fueron elegidos y otros tres lo harán en noviembre.
Noviembre es la fecha límite para celebrar las elecciones catalanas (quizá sean antes), y no resultaría tampoco conveniente una sentencia en plena campaña o precampaña electoral. Tanta precariedad erosiona su legitimidad -aunque naturalmente no la anula- para dictar la esperada sentencia. Ante el continuado bloqueo del tribunal demostrado en este asunto, debe ser el Parlamento quien tome las riendas y renueve su composición. La situación es grave.
Es grave para Cataluña y para el resto de la sociedad española. Ni una ni la otra merecen este trato. El autogobierno consagrado en la Constitución es algo demasiado serio como para seguir, voluntariamente o no, degradando su horizonte al someterlo al albur de quinielas, amagos de cambios de opinión de un juez si el vecino modifica la suya, recusaciones y otros episodios poco edificantes. España en su conjunto no merece esta incertidumbre, que no representa más que inseguridad jurídica a futuro.
Lo quieran o no los magistrados del Constitucional, su tardanza e incapacidad han producido daños políticos de grueso calibre: sobre sus posiciones reales o adivinadas han estado urdiendo tácticas, estrategias y auténticas subastas tanto el neocentralismo español como el soberanismo catalán, que han ocupado la vida política con discusiones eternas y virtuales que dañan al diseño constitucional. No pueden alegar ignorancia, pues conforman un tribunal, con disciplina jurídica, pero de extracción y funciones políticas, al ser elegido por las Cámaras y ejercer entre sus funciones la de enjuiciar las leyes, producto político del Parlamento.
La tarea del Constitucional no radica sólo en la escueta validación, o rechazo, de las leyes impugnadas. También consiste en establecer, si las hay, entre las distintas posibles lecturas de las mismas, interpretaciones conformes a la Constitución, y como consecuencia, imponerlas como válidas. Y la finura de la tarea constructiva que se le exige aumenta en el examen de leyes, como el Estatut, insertas en el bloque de constitucionalidad, que han pasado el triple filtro de la votación de dos Parlamentos y un referéndum popular.
El eventual choque de legitimidades -la política contra la del tribunal- no debe derivar, en contra lo que algunos pretenden en Cataluña, en negar la competencia del Constitucional para dirimir. La tiene toda. Y sin menoscabo alguno. Pero tampoco se puede obviar la realidad: en estos años se ha aprobado una cuarentena de nuevas leyes autonómicas, existe una veintena en trámite, y otra veintena de traspasos pactados bajo el amparo del Estatut. Son normas y acuerdos de muy distinto calado (de la financiación a la enseñanza) que no han generado ningún terremoto.
El actual tribunal ha sido incapaz de realizar su tarea. La sentencia debe redactarla un nuevo cuerpo de magistrados con plenitud de facultades y de prestigio, y sin interferir en el proceso electoral catalán que se abrirá en los próximos meses. Y si el Parlamento tampoco es capaz de estar a la altura de las circunstancias, los actuales magistrados tienen un método para forzarle a ello: la dimisión.
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