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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Constitucional renovado

La sentencia sobre el Estatut de un tribunal en prórroga correría riesgo de deslegitimación

El quinto fracaso del Tribunal Constitucional para emitir una sentencia sobre el Estatuto de Cataluña es a la vez síntoma y preludio de la grave crisis institucional que se cierne sobre el sistema autonómico español. Durante los cuatro infructuosos años transcurridos desde que los magistrados recibieron el encargo de pronunciarse sobre la constitucionalidad del texto se ha insistido, sobre todo, en identificar las responsabilidades por esta situación, en la que nadie está libre de culpa. Pero es hora de que el problema se aborde desde otra perspectiva. El pasado es el pasado, y de lo que se trata ahora es de buscar una salida que respete escrupulosamente el orden constitucional y también la voluntad de los catalanes expresada por el Parlamento autónomo, avalada por el Congreso de los Diputados y ratificada en referéndum.

Las frivolidades derivadas del sectarismo que arrasa la vida política española han llevado a enfrentar el principio democrático al principio constitucional, un conflicto que, puesto que nunca debería haberse producido, carece de solución concluyente. Así tendría que reconocerse por las partes implicadas, para después actuar en consecuencia. Los discursos agónicos sobre la ruptura de España o la desafección de Cataluña ni reflejan la realidad social e institucional actual ni contribuyen a encontrar una salida; son discursos de parte que anuncian males futuros para legitimar los propios puntos de vista sobre un contencioso presente.

Ante la imposibilidad de encontrar un rumbo claro de solución, se impone navegar a vista. Tras aguardar en vano cuatro años, nada justificaría que un tribunal diezmado y desprestigiado emitiera una sentencia antes de la celebración de las próximas elecciones catalanas. Sería una insensata interferencia que convertiría esas elecciones en un referéndum sobre la viabilidad del sistema constitucional. Del mismo modo, obstinarse en que sea el tribunal en su actual composición quien se pronuncie, y no otro sin recusaciones ni prórrogas, pondría de manifiesto una inaceptable pretensión de determinar el contenido de la sentencia a través de argucias. El Estado en su conjunto, del que forman parte las comunidades autónomas, saldría debilitado, por más réditos inmediatos que pudieran obtener algunas fuerzas políticas.

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Un tribunal renovado y que pueda trabajar sin la presión de unas elecciones no es garantía de que el Estatuto sea declarado constitucional en su integridad; entre otras razones, porque es dudoso que lo sea. Pero tampoco es admisible que lo que se niegue a Cataluña se permita a otras comunidades, sobre la base de que, por oportunismo, nadie presentó recurso sobre sus reformas. La sentencia sobre el Estatuto, emitida por un Tribunal sin los lastres adquiridos y sin la urgencia de los acontecimientos, permitiría tal vez recuperar la coherencia del sistema. Navegar a vista equivaldría, a estas alturas, al magro consuelo de hacer de la necesidad, virtud.

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