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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Continuismo en Toronto

El G-20 no logra armonizar los estímulos públicos de Obama con los ajustes que impone Merkel

Alejandro Bolaños

La cumbre del G-20 en Toronto ha optado por no ahondar en la división estratégica que existe entre la visión europea sobre la crisis (estabilidad y reducción drástica de los déficits públicos) y la concepción económica de la Administración de Obama, partidaria de mantener los programas de inversión e inquieta ante la retirada precipitada de los estímulos públicos. En Toronto se ha concedido libertad a los países para implantar la tasa bancaria (impuesta ya por Estados Unidos y que en Europa quieren aprobar Alemania, Reino Unido y Francia) y se ha recurrido a un subterfugio para encubrir las abismales diferencias de criterio entre Europa y EE UU: la consolidación fiscal se ajustará a las circunstancias de los países. El forcejeo para conseguir un acuerdo entre los países miembros que comprometiera a los más desarrollados a reducir el déficit público a la mitad el año 2013 revela las diferencias de fondo entre Europa y EE UU.

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El G-20 fija como nueva prioridad la reducción del déficit público

La legitimidad del G-20 es indiscutible y en estos momentos supera la del G-8. Es muy importante que los países emergentes estén implicados en las decisiones sobre la crisis financiera y tomen conciencia de su papel creciente como motores de la economía mundial. Pero hay que recordar que está vinculada a dos objetivos principales: la recuperación del crecimiento y del empleo y la prevención de crisis financieras como la actual. Hacer todo esto de forma coordinada entre los actores económicos más importantes del mundo, despejando cualquier amenaza de proteccionismo, era la condición mínima que se puso sobre la mesa en la primera reunión de esa instancia. Pero en Toronto los resultados no han sido muy alentadores. No ha aparecido por ningún lado la coordinación urgente de las políticas económicas de los 20 (ni siquiera la de los ocho países más desarrollados del G-8).

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Y, sin embargo, este es el problema más acuciante que plantea la crisis. Las políticas de ajuste del gasto son necesarias, pero deben modularse de forma que no todos los países contraigan sus inversiones y presupuestos al mismo tiempo. Porque de sea forma se niega la posibilidad de que algunas economías actúen como impulsoras de las más afectadas por los costes de la recesión. En no pocas economías europeas, España entre ellas, puede haber recaídas en la recesión, y la creación de empleo se retrasará en demasía. El G-20 tiene que ejercer un papel de coordinador que por el momento no ha aceptado.

El G-20 tampoco ofrece una respuesta a la presión de los mercados. EE UU ha proclamado una reforma financiera, menos radical que la que Barack Obama quería, pero bastante más intensa que la que están siquiera dispuestos a considerar en Europa. Y, sin embargo, la reforma de los mercados, para controlar las desviaciones especulativas que pueden acabar en catástrofes como el crash financiero actual, es una contrapartida indispensable a los programas de ajuste que las tensiones en los diferenciales de deuda imponen a países como España, Portugal e Irlanda.

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