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DON DE GENTES | OPINIÓN
Columna
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Cosas de abuelas

Elvira Lindo

En el mundo del interiorismo no hay nada que se le parezca a la cocina de una abuela. La cocina de una abuela esconde tesoros que darían para una tesis sociológica. Los hijos le regalan a la abuela cafeteras eléctricas, cubos de basura con apartado de reciclaje o una Thermomix, pero la abuela se resiste a tirar lo viejo. En cuanto los hijos salen por la puerta, ella le pone un pañito de ganchillo a los nuevos aparatos para que no cojan polvo y vuelve a usar los viejos. La abuela recicla en el sentido literal de la palabra. No tira nada. Las bolsas del supermercado hacen las veces de bolsas de basura. Los botes de cristal se usan para meter conservas. La abuela está feliz porque ha descubierto que cuando se le acaba el litro de leche corta el cartón de tetrabrik por el centro y en una mitad mete la ración de comida que le ha sobrado y la otra mitad hace efectos de tapadera. Ya no tiene ni que manchar los tupperware. La cocina de una abuela parece un bazar. Hay cables que recorren el espacio de un lado a otro porque la instalación eléctrica es vieja. En una repisa, se amontonan todas las sorpresas de roscón que han ido apareciendo desde que nacieron sus nietos; parejitas de novios que adornaron tartas nupciales; palilleros de barro de algún restaurante o esos pollos de cerámica que se regalan en los bautizos. A los botes nuevos de cristal que le regaló su hija hay que sumarles los antiguos de latón del Cola Cao. De unas perchitas diminutas de la pared cuelgan: la bolsa del pan; una bolsa de plástico del Mercadona en donde guarda pan duro para rallar; el dispositivo que la comunica en el caso de que sienta un desvanecimiento con el servicio de urgencias de "mayores"; el móvil; unos paños de cocina que sólo son de adorno y dos calendarios, el de 2011 y el de 2002, que no tiró en su día y hasta hoy. En un rincón que quedaba libre su hijo le colocó una televisión que les sobraba cuando ellos pusieron la extraplana. La tele tiene tanto fondo y se la han colgado tan arriba que parece la tele de un bar. La abuela se coloca enfrente de la pantalla a la hora de la cena y cuando acaba siente un agudo pinchazo en las cervicales. Para el día, prefiere la radio, está mal sintonizada y tiene un esparadrapo sujetando la tapa de las pilas, pero y qué, la puede llevar de un cuarto a otro. Cuando vienen sus hijos tratan de tirarle cosas que según ellos están inservibles. La cafeterilla con el asa rota, por ejemplo. Pero por qué tirarla, se pregunta, si ella se las apaña para agarrarla con un trapo sin quemarse. Cuando vienen sus nietos le trastean por todas partes. Les gusta rastrear su niñez que aún anda entre los cajones, porque ella no ha tirado nada, ni una foto de comunión, ni un trabajo manual del colegio, ni un muñeco de Bola de Dragón. Antropología pura. En uno de esos cajones de cocina está el cambio social de España de los últimos treinta años. ¿Dónde están los periodistas, los poetas, los novelistas que no andan hurgando en los cajones? Sus nietos revuelven y se van otra vez. Y ella se queda, melancólica y aliviada a la vez. Pienso que quien no se haya sentado a hablar alguna vez en una de estas cocinas no está capacitado para conocer la esencia del país. Pero de qué país. ¿De España, de cualquier rincón en el mediterráneo? Eso hubiera pensado de no haber visto Poetry, la película del coreano Lee Chan-dong. La abuela de esta película quiere aprender a escribir poesía y asiste a las clases de un centro cultural de su barrio. El barrio es como cualquier barrio periférico de una ciudad de provincias española. La abuela como cualquiera de las nuestras. Una de esas abuelas que trata de recuperar el tiempo perdido, que muy a su pesar se enfrenta con un nieto adolescente difícil e ingobernable, que ha de hacer frente a un alzhéimer que comienza a desdibujarle el rastro de las palabras que definen el mundo. Ella no sabe dónde está la poesía. No sabe que la poesía de su vida, más que en las hojas del árbol o en la brisa, está en esa cocina, tan poderosamente suya y tan nuestra también, porque es conmovedor cómo podría ser la cocina que acabo de describir, la de cualquier anciana española que prepara la comida a su nieto, guarda objetos inservibles y trata de mantener una existencia pulcra y digna. Hacía tiempo que no veía una película que me conmoviera así. Las ciudades occidentales se nos han ido llenando en los últimos años de restaurantes exóticos y hemos pensado, ilusos, que a través de ellos conocíamos China, Corea, Vietnam o esos países árabes que ahora nos muestran anhelos tan similares a los nuestros. Tras el velo de la multiculturalidad, tras el colorido de la diferencia, creíamos vislumbrar algo de un mundo ajeno. Y todo era mucho más simple. La cocina de la abuela que interpreta la actriz Yoon Jeong-Hee se parece a la cocina de una de nuestras abuelas: el mismo amontonamiento y el mismo primor en unos escasos metros cuadrados; el mismo sentirse sobrepasada por la educación de un nieto; el mismo deseo de recuperar lo que la vida le ha escatimado. De pronto, gracias a la puerta que abre el cine a una historia particular todo se nos vuelve cercano. Claro que hay cineastas o escritores en España que jamás se sentarían en una cocina como esa. Y se les nota.

En las cocinas de nuestras abuelas se esconden tesoros que darían para una tesis sociológica
Los restaurantes exóticos de las ciudades nos han hecho creer que a través de ellos conocíamos China, Corea o Vietnam

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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