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OPINIÓN
Columna
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Cotillas

Estamos rodeados de cotillas.

Nosotros, los periodistas, también somos cotillas. La gente está autorizada, además, a pensar que somos los mayores cotillas.

Es cierto. Nos interesa la vida ajena, vivimos de contarla. El impagable maestro Eugenio Scalfari dijo un día la mejor definición de periodista que escuché en mi vida. Periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente.

Hay, debería haber, límites para ese interés. Por ejemplo, ¿qué nos importa a nosotros la intimidad de las personas? Hace años hubo un escándalo en España porque una revista sacó a toda página la desnudez íntima de una mujer en un sitio público. El escándalo desató reflexiones sobre los límites de la intromisión, a lo que los compañeros entrometidos opusieron su sentido (laxo e interesado) de la libertad de expresión.

En su libro El fin de una época (Barril y Barral), Iñaki Gabilondo pone en primer plano ese hecho para expresar su preocupación sobre el desbaratamiento de los límites en el ejercicio del oficio. El otro día alguien le comentaba al maestro que ahora aquello que le ocurrió a aquella señora en sitio público no provocaría tal escándalo, pues ese tipo de comportamiento dizque periodístico domina ahora, y no solo en las revistas o en los programas del cotilleo.

Así es. El cotilleo grita en los programas de televisión, asalta las ondas de la radio, y se enseñorea de los caracteres del Twitter. Lo que pasa, explicó Gabilondo en aquella comparecencia, es que ahora son las personas privadas las que acuden al público para desnudarse, para quitarse esas ropas virtuales que antes se llamaban pudor o vergüenza propia.

El cotilleo es el arma contemporánea y ya todo el mundo la usa.

Pero la verdad es que yo no vine hoy aquí a hablar de esos cotilleos que avergüenzan y regocijan al mismo tiempo; quería hablar de otro cotilleo ciertamente abundante en estos tiempos de Internet, nervios y teléfono móvil.

Tiene que ver con los manejos de la institución más importante de Europa, el consejo de ministros de los países de la Unión Europea. Llevados por la facundia del Twitter y otros fenómenos de esa entidad, los presidentes o primeros ministros se están dedicando a radiar sus reuniones, a poner de manifiesto sus humores y han convertido ese círculo en el que se les ve revisar papeles en una especie de zona viciosa de dimes y diretes que luego avientan.

Así hemos visto a Berlusconi llamar a la televisión de su país para decir que Angela Merkel le había pedido perdón por algunas de las cosas que a él no le gustaron del comportamiento de la canciller alemana. Y luego hemos visto que los allegados de Merkel salieron a decir que ella no le había pedido perdón a Berlusconi. Hemos sabido que Sarkozy alardeó de haberle dicho a Cameron que ya estaba harto de que viniera de Londres a dar órdenes a los que se juntaban en Bruselas. Y hemos visto al propio Sarkozy decir en la televisión francesa que si por él hubiera sido, Grecia no hubiera entrado en el euro.

Es muy descorazonador que gente tan responsable actué como unos irresponsables cotillas.

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