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Nostalgia de la razón cartesiana

Víctor Gómez Pin

En la primavera de 1649, un navío capitaneado por un almirante de la Armada de Suecia amarra en un puerto holandés con un objetivo singular: el de facilitar que un eminente matemático y filósofo (acostumbrado a toda clase de exilios más o menos voluntarios) acepte la invitación de la reina de Suecia para afincarse en la capital de este país hasta final de verano y ofrecer lecciones de filosofía a la propia soberana. El navío parte finalmente sin el invitado, aunque la propuesta no es rechazada, sino postergada: el pensador viaja a Suecia en septiembre, sin duda con conciencia de que el rigor climático de este país habría hecho más aconsejable para su salud no sustituir el verano por el invierno. Las múltiples ocupaciones, más o menos divertidas, de la soberana obligan a fijar para la clase de filosofía una hora extraña: las cinco de la madrugada. El pensador ha de trasladarse al palacio real de Estocolmo desde su residencia en dependencias de la Embajada francesa. En uno de estos trayectos coge un resfriado, seguido rápidamente de intensa fiebre, de resultas del cual sucumbe a los pocos días. Sus biógrafos nos dicen que la frase "ll faut partir" es la última que se escucha de sus labios.La falacia. Múltiples instituciones culturales y académicas del mundo entero (la Unesco en primer lugar) se disponen en 1996 a evocar un singular acontecimiento: el nacimiento en 1596 del universalmente conocido como matemático y filósofo René Descartes. Escribo intencionalmente "universalmente conocido", en lugar de universalmente reconocido, por la sencilla razón de que no está claro que Descartes goce de lo que se entiende por universal reconocimiento. Una simple encuesta sociológica nos mostraría, probablemente, que el término cartesianismo se halla lastrado por un rosario de connotaciones peyorativas. Cartesiana sería una disposición espiritual ávida de intolerable voluntad reduccionista que, empezando por deificar la exigencia de método, acabaría por confundir los contenidos a conocer con esquemas abstractamente erigidos. Y la actitud crítica no se limita a consideraciones epistemológicas. Remitir a excesos del espíritu cartesiano es expediente habitual (con el que perezosamente se evita todo esfuerzo auténticamente explicativo) en presencia de actitudes que pretenden reducir la multiplicidad de civilizaciones y culturas a aquellas que habrían permitido mayormente generalizar ideales de progreso vinculados a la civilización científico técnica. Razón esquemática, aséptica y sin embargo ebria, ignorante de sus propios límites; razón, en suma, a la par asténica y totalitaria.

La razón desterrada. Frente a este cliché (auténticamente reductor) no está de más señalar que Descartes reclama explícitamente la necesidad de salir del propio cascarón, abriéndose a Ias costumbres de los demás pueblos", cuyo conocimiento permitiría "juzgar cabalmente de las nuestras", contrariamente a lo que hacen los que nada han visto, quienes, narcisísticamente complacidos en sus hábitos y normas, "califican de ridículo y absurdo todo lo que a ellas se opone". Conviene asimismo recordar que el hecho de escribir una obra paradigmática como es el Discurso del método en francés era, en tiempos de Descartes, un auténtico gesto de rebeldía frente a la canallesca jerarquización de las lenguas que imperaba tanto entonces como en nuestros días: por un lado, las consideradas idóneas para la expresión de elevadas consideraciones espirituales; por otro lado, las meramente vernáculas, tenidas por aptas para el comercio cotidiano y la exteriorización de emociones elementales, pero inadecuadas tratándose de erudición científica, filosófica o artística (la lengua francesa cuenta hoy entre las finas, pero tal no era el caso en 1637).

Y lo importante no es tanto el hecho concreto de haber contribuido a fertilizar una determinada lengua, sino la disposición que subyace a la operación, a saber: la convicción de que por específicos que sean los recursos de tal o tal lengua, su dignidad reside en lo que tiene de común con todas las demás y que se refleja en toda persona que la hable, sea cual sea su posición en el registro de las jerarquías culturales. Buscar la razón común no equivale a negar la diversidad de las culturas, las lenguas o los individuos, sino, por el contrario, apostar por un fundamento que los legitime en su singularidad, que muestre a ésta como expresión absoluta de lo universal. René Descartes fue maestro en tal actitud, auténticamente humanista, encarpando así una noble apuesta por encontrar una base firme a la democrática tesis de la equivalencia de toda persona con respecto a toda otra, tesis tan a menudo enunciada en hipócritas términos de piadosa fraternidad sin soporte científico o filosófico de ningún tipo.

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¿Tiranía, pues, de la razón cartesiana? Más bien repudio y destierro de la misma, traducidos en nuestras sociedades en la trivialización de actitudes, ideologías y prejuicios que van desde el ingenuo comentario peyorativo relativo a culturas ajenas hasta el fóbico repudio de emigrantes, pasando por la restauración de la patriotería de campanario. La razón cartesiana sólo es intolerante con el embrutecimiento y la estupidez, intolerancia sustentada en la convicción de que estulticia e inquisición van siempre juntas y que sin la erección de un espacio público en el que tal binomio haya sido desterrado no hay posibilidad real de dignidad en el ámbito privado.

Muerte y causa de René Descartes. "ll faut partir"... "Hay que irse". René Descartes pone así de manifiesto su entereza ante el momento radicalmente crepuscular de la existencia. Mas tales palabras reflejan asimismo la contemplación retrospectiva de una vida y la lúcida aprensión del sino que ha marcado su transcurso: partir... en sentido literal, huyendo de potenciales inquisidores o en busca de sublimados remansos espirituales, pero también en errancia motivada por curiosidades científicas, sociales o militares, cuando no por el mero espíritu de aventura. Mas tal partir en la agonía de René Descartes es, quizá, asimismo reminiscencia de dolorosos momentos de quiebra en la filiación: desde la imaginaria pérdida de la vida de su madre en razón de su propio nacimiento a la efec

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Víctor Gómez Pin es catedrático de Filosofía en la Universidad del País Vasco.

Nostalgia de la razón cartesiana

Viene de la página anteriortiva muerte de una hija de cinco años. Partir así como rotura en el vínculo generacional, más también como escisión respecto a sí mismo al poner en entredicho el conjunto de prejuicios (patrióticos, culturales, religiosos) forjadores de ese caparazón defensivo que consideramos como nuestra identidad. Il faut partir sería, en suma, emblemático lema para una vida que en el dolor, la aventura o la exaltación, fue conducida simplemente de forma admirable. Vida de quien (según el epitafio de Hector Pierre Chanut) en plena juventud, "acudiendo a la cita con su ejército, en la calma del invierno, combinaba en su mente los misterios de la naturaleza con las leyes de la matemática, aspirando a desvelar los secretos de ambas". A la edad de 19 años, Descartes escribió un Tratado de esgrima, y al final de su vida, con el texto de un ballet titulado El nacimiento de la paz celebró el fin de la Guerra de los Treinta Años. Mas el conocimiento de las armas no hizo de él un militarista, y nunca su respeto por la paz fue utilizado como excusa para evitar la confrontación que las circunstancias o la dignidad exigían.

René Descartes puso de relieve lo universal del espíritu humano, defendiendo el acuerdo raciorial entre quienes lo encarnan, mas se enfrentó solitariamente, espada en mano, a marineros que, creyéndole débil, se disponían a traicionar su confianza. Subvirtió la ciencia y la filosofía, guardando el mayor respeto para la ortodoxia de sus numerosos oponentes, siempre y cuando intentaran argumentar sus convicciones. Dominó la lengua de erudición de su época, mas prestigió como pocos la lengua natural que le era propia. René Descartes respondió siempre a quien le demandaba legítimamente explicaciones y las exigió a su vez. Y cuando procedió perdonar, lo hizo auténticamente, es decir, respetando la vida de aquel que pudo haber acabado con la suya y al que había, previamente, en noble confrontación, desarmado. En suma, René Descartes fue tanto un pensador como, en toda circunstancia, cabalmente un hombre, hombre cuya memoria en el cuarto centenario de su nacimiento es una honra evocar.

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