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Delirios xenófobos

Alguien aconsejó una vez a Winston Churchill que gobernara con el oído pegado al suelo, para estar al tanto de los deseos de los ciudadanos. Churchill respondió que no quería que ningún ciudadano pudiera sorprenderle en una postura tan poco airosa. La anécdota refleja bien uno de los numerosos dilemas a los que se enfrenta el gobernante. Se supone que un verdadero líder mira hacia adelante, hacia el futuro, y no anda volviéndose para ver si los ciudadanos le siguen. Pero los sondeos ofrecen hoy datos muy precisos al dirigente que, antes de decidir el rumbo, prefiere saber cómo piensan los ciudadanos, para asegurarse de que le van a seguir. El riesgo, como advirtió Churchill, es que los ciudadanos se den cuenta y le pierdan el respeto.

A largo plazo, Europa necesita más inmigrantes; a corto, cierta derecha saca réditos de satanizarlos
En España nos creemos menos racistas de lo que en realidad somos
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La cuestión de la inmigración, con sus múltiples contradicciones, hace muy visible este dilema. A largo plazo, todos sabemos hoy en Europa que, si deseamos conservar nuestro Estado de bienestar, necesitamos inmigrantes para compensar el envejecimiento de la población. Las matemáticas son implacables. Pero, a corto plazo, en medio de una crisis económica que se ha cebado particularmente en el empleo y en el equilibrio de las cuentas públicas, los inmigrantes compiten con los naturales de los países que les acogen por puestos de trabajo y atenciones sociales, lo que genera unas tensiones que los políticos atentos al sentir de los ciudadanos -con el oído pegado al suelo- pueden tratar de reconducir para bien de todos, desdeñando los réditos inmediatos de una política cortoplacista, o utilizar en provecho propio sin preocuparse de lo que después ocurra.

La cuestión es quizás menos espinosa en la izquierda del arco político, gracias a un mayor énfasis en los ideales de justicia e igualdad que hace más fácil conciliar corto y largo plazo. En la derecha, en cambio, suelen pesar más los intereses, lo que agrava el potencial conflicto, sobre todo en aquellos países en los que la extrema derecha goza de un espacio político propio, que por suerte ni son todos ni se encuentra entre ellos el nuestro. Ahí lo que es un problema de gestión se convierte en una cuestión de identidad, mucho más explosiva políticamente. Los sentimientos xenófobos -siempre al acecho cuando se habla de inmigración- se apoderan del centro del debate y lo contaminan de arriba abajo, en una espiral en la que sólo salen ganando los políticos que irresponsablemente los alimentan.

Se hablará mucho en los próximos meses, en toda Europa, del líder de extrema derecha holandés Geert Wilders. En las recientes elecciones municipales salió muy fortalecido, y en las generales del próximo junio, tras la caída del Gobierno de LaHaya por la retirada de las tropas de Afganistán, se espera que obtenga cerca del 20% de los votos, lo que podría situarle al frente de un puñado de escaños decisivos para la formación del nuevo gabinete.

Wilders es un político pintoresco, no carente de carisma, que defiende sin complejos propuestas de una simplicidad delirante. ¿Las mezquitas? Tapiarlas. ¿Los inmigrantes marroquíes y turcos? Retirarles el pasaporte holandés, si lo tienen, e invitarles a abandonar el país. ¿El velo? Ni autorizarlo ni prohibirlo: cobrar un impuesto de 1.000 euros anuales a las mujeres que lo lleven.

El ultra holandés sabe bien lo que quieren sus votantes. Los sondeos son muy claros. Como no gobernará, o a lo sumo lo hará en una coalición en la que no tendrá las manos libres para aplicar su programa, no necesita preocuparse demasiado del largo plazo, ni siquiera de la viabilidad de sus propuestas. Puede avanzar tranquilo por su intolerante senda y echar toda la carnaza que quiera para alimentar los instintos xenófobos de sus seguidores, sabiendo que no le faltarán. La incógnita es adónde les conducirá.

En Francia, vimos en las elecciones regionales del domingo cómo la extrema derecha de Le Pen resurgía como cuarto partido más votado.

En Alemania, un político como Wilders, que no tiene ningún empacho en comparar el Corán con Mein Kampf, no tiene cabida por razones obvias. Tampoco la tiene en Reino Unido, donde la extrema derecha no ha gozado nunca de apoyo, al decir de los británicos, porque el fascismo es incompatible con su sentido del humor, cosa de la que se sienten -legítimamente- muy orgullosos. En los años treinta tuvieron un líder fascista con cierta popularidad, Oswald Mosley. Tras ser diputado conservador y luego dirigente laborista, Mosley fundó la Unión Británica de Fascistas, que llegó a contar con 50.000 miembros. Pero la estrategia de buscar la confrontación en la calle, al frente de sus belicosos blackshirts, le hundió en el descrédito, y su estilo estridente y teatral, una mala imitación de Mussolini que casaba mal con el talante escéptico y moderado de los británicos, le convirtió en la chirigota de Londres. Todavía se ríen de él. Hoy ni el British National Party ni el United Kingdom Independence Party, que compiten por los votos de extrema derecha, suponen una verdadera amenaza para los partidos mayoritarios.

En España, siempre nos ha gustado pensar que somos menos racistas de lo que en realidad somos. Mucho antes de la oleada inmigratoria de la última década, El Perich acertaba cuando decía que a los gitanos españoles les gustaría ser negros para gozar de las ventajas de vivir en un país no racista. Pero por suerte no tenemos un partido de extrema derecha que trate de pescar en las oscuras aguas de la xenofobia.

La razón no estriba, lamentablemente, en nuestro sentido del humor. No tenemos una extrema derecha con peso por razones históricas. Tras la Segunda Guerra Mundial, el mapa político de nuestros vecinos del continente se transformó. En Alemania, en Italia, en Francia, en Bélgica, en Holanda, surgieron partidos católicos de talante inequívocamente democrático que abjuraron para siempre del fascismo y del racismo. Estos partidos gobernaron durante largos años y sentaron las bases del Estado de bienestar. Alejados de todo dogmatismo, dejaron campo libre para la aparición de formaciones más radicales a su derecha. Mientras tanto, en España padecíamos a Franco. Al llegar la transición, una parte de la derecha asumió sin apenas reparos la herencia del franquismo. Otra parte, la integrada en UCD, marcó distancias con el régimen, al estilo de los conservadores europeos de la posguerra. Esta división no dejó espacio para la extrema derecha, que quedó fuera del arco parlamentario, confinada en grupúsculos marginales. Cuando la implosión de la UCD unificó a la derecha bajo las nuevas siglas del Partido Popular, estos grupúsculos no consiguieron salir de la marginalidad.

Desde entonces, muchos han lamentado, fuera y dentro del PP, la ausencia de una frontera más nítida entre la derecha conservadora y la extrema derecha. Los inconvenientes que ello entraña son conocidos. A veces la segunda influye demasiado en la política de la primera. Pero esta carencia impide que aparezca hoy entre nosotros un Geert Wilders. Con un 12% de inmigrantes y más de cuatro millones de desempleados, en medio de la crisis económica mundial más severa de los últimos 60 años, es una ventaja no desdeñable.

Carles Casajuana, diplomático y escritor, es embajador de España en Reino Unido. Su último libro es El último hombre que hablaba catalán.

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