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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Después de Costa

Rajoy se juega su credibilidad como alternativa en su actitud ante la corrupción que corroe al PP

Presionado por Rajoy, que le instaba a hacer algo para no tener que hacerlo él, Camps ha soltado de la mano a su número dos en el PP valenciano, Ricardo Costa, que será destituido el martes por el mismo Comité Ejecutivo regional que le nombró secretario general. El presidente Camps se había resistido a dejar caer a quien era su último escudo, incluso después de que la publicación del informe policial sobre supuesta financiación ilegal del PP de Valencia dejase a Costa en posición indefendible. Pero el levantamiento parcial del sumario del caso Gürtel ha obligado a Mariano Rajoy a intervenir.

La estrategia del líder del PP, acunado por las encuestas, consiste desde hace meses en hacer lo menos posible, en la esperanza de que el aumento del paro abrase a fuego lento a Zapatero. Pero, ¿cómo acusar al Gobierno de ser el culpable del aumento del paro (por su pasividad y por el despilfarro de los fondos públicos) con el panorama de malversación en gran escala que revela el sumario? En el reciente debate de política general, Camps advirtió a Rajoy que sin él (sin los votos valencianos que él acarrea) no ganaría a Zapatero. Pero Rajoy debe haber pensado que menos ganaría si tiene que cargar con el lastre de un Camps pasivo ante ese panorama. Y Camps ha tenido que elegir entre quedarse sin escudo o verse desautorizado por Rajoy.

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El informe policial y la parte conocida del sumario han refutado el argumento central del PP desde que saltó el escándalo: que no había una trama del PP, sino "contra el PP". Esa trama anti-PP ha ido adoptando formas varias, desde la animadversión del juez Garzón a la parcialidad de la fiscalía o de la policía. La última versión es que un grupo de corruptos se ha valido del PP para actuar contra él. De ser cierta esa hipótesis significaría que contra el principal partido de la oposición han conspirado desde su tesorero nacional hasta altos responsables regionales y cargos electos como el presidente Camps. La coartada de que la actual dirección es ajena a los manejos de la trama, con la que cortó Rajoy nada más instalarse en Génova, es un cuchillo que corta por los dos lados: pues si sabía que era una trama dedicada al soborno a lo grande no se explica por qué ha tardado tanto en reaccionar, negando cualquier verosimilitud a lo que iba conociéndose.

Toda esa argumentación ha quedado en evidencia ante los documentos incautados y grabaciones por orden judicial que revelan pagos de empresarios beneficiados por concesiones a la trama, y de la trama a dirigentes del PP. Queda mucho por investigar, pero lo indudable es que sobornantes y sobornados formaban una trama de interés compartido, con fronteras imprecisas entre lo que pueda ser financiación del partido y los bolsillos particulares de algunos cargos del mismo.

A la luz de esas evidencias cobran mayor gravedad sus insidias contra instituciones propias del Estado de derecho y la sociedad democrática, y convierten en calderilla a las afirmaciones sobre la incompatibilidad del PP con la corrupción; pero además, ponen de relieve la distancia entre la moral que algunos de sus dirigentes pregonan en público, solos o en compañía de los obispos, y la que practican en privado: desde la afición a los regalos caros a los remedos de fiestas berlusconianas recogidas en el sumario.

Éste es el PP que tiene que liderar Rajoy en unos momentos en los que, por otros motivos, el Gobierno pasa por horas bajas. La corrupción, y sobre todo la pasividad frente a ella, tiene un fuerte efecto deslegitimador de los partidos, estén en el Gobierno o en la oposición. De no mostrar con urgencia que existe un PP distinto, capaz de gobernar el país desde el respeto a las instituciones y sus procedimientos, Rajoy podría estar jugándose el futuro de su partido como alternativa posible.

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