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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Diplomacia farisaica

El temor a irritar a Rabat no justifica taparse los ojos ante lo que está pasando en el Sáhara

El Gobierno español ha querido justificar su falta de respuesta a los graves sucesos en el Sáhara a partir de un falso dilema. No es cierto que, ante los atropellos cometidos por el Ejecutivo marroquí, haya que optar entre el carácter estratégico de las relaciones con Rabat y la condena de los hechos contrastados hasta el momento. La muerte de un ciudadano español de origen saharaui, además del bloqueo informativo establecido por Marruecos, incluyendo la retirada de la credencial del corresponsal del diario Abc y la expulsión de los enviados de la cadena SER, constituyen causas suficientes para exigir cuando menos una investigación con garantías en el primer caso y para dirigir una protesta diplomática, en el segundo.

Ni la ONU, ni la UE ni, por descontado, España pueden contemplar pasivamente unos hechos que, incluso en la dudosa versión oficial de Rabat, han provocado víctimas mortales. Precisamente porque la relación de España con Marruecos es estratégica, el Gobierno no puede actuar como lo está haciendo, y menos a través de canales simultáneos como los que representan la ministra de Exteriores, por un lado, y el ex titular del Departamento, por otro. A los que podría añadirse un tercer canal si, como está previsto, el ministro del Interior marroquí visita España devolviendo la visita que realizó a Rabat el actual vicepresidente Rubalcaba, tras los últimos incidentes en Melilla.

En las actuales circunstancias, mantener esta agenda no puede ser fruto de una decisión rutinaria: haría bien el Gobierno en sopesar los beneficios esperados y los equívocos que podría suscitar. Entre ellos, el de dar a entender que es mayor el interés español que el marroquí en mantener una buena vecindad. Si las relaciones se deterioran, España pagará un coste. Pero también Marruecos, cuya exposición a los riesgos que ambos países deben enfrentar conjuntamente es seguramente mayor. Que se reconozca su papel en la estabilidad del Magreb no puede ser interpretado desde Rabat como licencia para imponer por la fuerza su voluntad en un territorio que ocupa en contra de la legalidad internacional, proclamando el desafío de "conmigo o contra mí".

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Y a esa interpretación está contribuyendo el Gobierno español, primero, con su silencio y, después, con explicaciones farisaicas como las ofrecidas por el presidente y la ministra Jiménez. La política exterior de Zapatero se ha caracterizado por invocar los derechos humanos cuando debía formular estrategias y por replegarse en las estrategias cuando, como en los actuales incidentes, debía defender los derechos humanos. Es cierto que las relaciones con Marruecos se encontraban bajo mínimos cuando Zapatero llegó a La Moncloa, pero el modelo que adoptó para mejorarlas era inviable: estabilizar el trato con Rabat por la vía de aproximarse a su posición en los principales contenciosos. Era un modelo condenado al fracaso, y los graves sucesos en el Sáhara lo estarían certificando.

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