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Doscientos años de soledad

En la sexta cumbre de jefes de Estado de Europa y América Latina, celebrada en Madrid, no se aclaró mucho. Salvo confirmar una cosa: Europa se reunió con un fantasma. La Unión Europea que, con tropiezos y caídas, avanza hacia un gobierno conjunto, enfrentó a casi dos docenas de mandatarios de Latinoamérica y el Caribe, incapaces de admitir que los represente uno solo. Si Zapatero, como presidente de turno de la UE, hubiera estirado el brazo para saludar a su equivalente latinoamericano, se habría quedado con la mano tendida.

América Latina nació el 22 de junio de 1856, durante una "cumbre" similar, en París. Nació, pero todavía no ha llegado a existir. En esa fecha, Francisco Bilbao, el liberal y revolucionario chileno, proscrito, excomulgado, pronunció su discurso Iniciativa de la América. Idea de un congreso federal de las repúblicas. Ante treinta y tantos prominentes exiliados latinoamericanos en Europa, Bilbao registró por primera vez la expresión "América Latina".

Viviendo en España, un millón y medio de latinoamericanos descubrimos lo parecidos que somos
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Un siglo y medio después, y en el bicentenario de nuestras independencias, apena reconocer que la idea de América Latina -y su unidad federal- ha fracasado. Que se quedó en utopía (un no lugar). Latinoamérica entra a su tercer siglo más invocada que vista, más virtual que real, más literaria que literal. No en balde, la narrativa es uno de los pocos sitios donde Latinoamérica llegó a existir como imagen conjunta. Nuestros bicentenarios conmemoran, sobre todo, 200 años de soledad.

¿Cómo salir de esta historia de soledad y fantasmas? Si queremos que Latinoamérica deje de ser un espectro en el mundo, tendrá que ser nuestra gente quien le quite el miedo a los políticos (no sería la primera vez). Tendremos que hacernos ciudadanos de Latinoamérica nosotros mismos, sin esperar más a que los Estados nos otorguen esa ciudadanía. Pero, ¿dónde se convierten en latinoamericanos los latinoamericanos? La respuesta es bien sabida: viviendo fuera de nuestros países.

Aquella treintena triste de latinoamericanos expatriados en París, hoy se ha transformado en decenas de millones repartidos por el mundo. Por ejemplo, en España. Donde ya hay un millón y medio de iberoamericanos descubriendo lo parecidos que somos. Mexicanos, colombianos, argentinos, ecuatorianos o chilenos se encuentran y se reconocen, más similares que distintos, en los rigores del destierro. En la fila de la inmigración o en la del paro. En el bar de hombres solos, rabiando celos. En las plazas donde las empleadas domésticas vigilan con un ojo a niños ajenos. En los locutorios donde, sobre las celdillas de los teléfonos y los computadores, aprendemos que los problemas de uno no son tan distintos a los del vecino, aunque él esté llamando a Colombia y yo a Chile.

Hay una nueva oportunidad, en estas migraciones del siglo XXI, para el viejo sueño fallido de una América Latina unida. No solo porque nunca antes hubo tantos latinoamericanos reales, en lugar de fantasmales. También porque jamás una comunidad de emigrantes mantuvo tanto contacto con sus patrias lejanas.

Desde sus bulliciosos locutorios estos latinoamericanos distantes influyen a diario en la vida de sus países de origen. Socavan las rigideces ancestrales de nuestras sociedades, con un potencial de cambio incalculable. El inmigrante de hace un siglo, que enviaba una carta desde Nueva York o Buenos Aires a sus parientes de Sicilia o Galicia, inoculaba una energía irresistible en los jóvenes de su pueblo. Los inmigrantes latinoamericanos de hoy ejercen esa influencia, de viva voz, todos los días. Por teléfono o chats, mediante videollamadas o correos electrónicos. Un aluvión de terabytes de información personalizada fluye hacia la base social de nuestras naciones. El "efecto llamada", que tanto aterra a los xenofóbicos, es lo menos importante en ese flujo. Unos pocos vendrán; la mayor parte no. Lo importante es que el mensaje encriptado en esas comunicaciones ya está cambiando nuestras sociedades. Testimoniando lo que es vivir con los valores que nos escasean: la cultura de la libertad y de la responsabilidad individual.

No vamos a idealizar a España. Pero no es indiferente el ambiente de mejor democracia, más Estado de derecho y mayor libertad individual, donde estos nuevos latinoamericanos están probando su valor. El inmigrante en una sociedad más libre y democrática, hasta cuando le va mal puede decir que, al menos, es dueño de su destino. Y que una sociedad más abierta es preferible a los populismos y demagogias que algunos venden en nuestros pagos.

Los jefes de Estado latinoamericanos que vinieron a Madrid por estos días, rigurosamente desunidos, como manda nuestra tradición, harían bien en tomar nota. Puede que esta quinta columna latinoamericana esté cambiando nuestros países, con sus llamadas desde estos humildes locutorios, mucho más que ellos con sus discursos desde sus altos podios.

La treintena de latinoamericanos expatriados, a los que arengaba Francisco Bilbao en París, se ha transformado en millones. Su ejemplo gesta la unión iberoamericana del futuro. No será pronto ni fácil. Pero no está prohibido soñar que lo veremos: una futura cumbre donde la Unión Europea no tenga que mirar el rostro de un fantasma. Sino el de esta América Latina que unió su propia gente.

Carlos Franz es escritor chileno.

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