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EE UU en 1984 y en 2010, una comparación

Desde el momento de mi jubilación como catedrático de Historia en la Universidad de California en San Diego hasta marzo de este año, viví, investigué y escribí en Barcelona. Aunque visitaba Estados Unidos durante varias semanas al año, ahora me asombran, en los cinco meses que llevo readaptándome a la vida en mi país, los cambios sociales que se han producido en el último cuarto de siglo. Dado que Estados Unidos es, y seguramente va a seguir siendo, uno de los dos o tres países más influyentes del mundo, sus tendencias y sus costumbres sociales tienen un interés más que anecdótico, y confío en indicar en este artículo cuáles han sido los cambios más radicales y comentar su importancia.

El 11-S, la tecnología impersonal y la crisis han destruido el optimismo del pueblo estadounidense
Los estadounidenses de hoy, sean de la tendencia política que sean, están asustados y furiosos
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El primer asombro fue la frecuencia con que tenía que mostrar mi pasaporte. Desde el terrible crimen terrorista del 11-S, me había acostumbrado a abrir el equipaje de mano, vaciar los bolsillos de todos los metales y envases con líquidos, quitarme las sandalias (que suelo llevar casi siempre, porque las prefiero a los zapatos) y pasar así el arco electrónico para los pasajeros (y solo para los pasajeros). Como no tengo carnet de conducir de Estados Unidos (que hace las veces de DNI), tengo que enseñar mi pasaporte en todos los bancos y oficinas públicas, en tiendas y restaurantes. En los 64 años anteriores a que me fuera a vivir a España nunca había necesitado el pasaporte más que para viajar a otros países, así que, en una ocasión, se me olvidó llevarlo para un vuelo interior. Por casualidad, tenía encima mi carnet de conducir español, aún vigente, y el pasaporte que el Gobierno español me otorgó como reconocimiento a mi labor de historiador y que tanto agradezco.

Varios funcionarios de uniforme, media docena, examinaron estos documentos. Uno comentó que, en cualquier caso, el carnet de conducir no era una identificación válida porque llevaba gafas en la foto. Después de unos minutos de interrogatorio razonable, sin gestos amenazadores ni preguntas sobre qué hacía sin un pasaporte estadounidense tan lejos de mi casa en Oregón, decidieron dejarme subir al avión.

Teniendo en cuenta el 11-S y muchos otros ejemplos de terrorismo en los años transcurridos desde aquel crimen, acepto por completo la necesidad de un escrutinio como el que experimenté en el aeropuerto de Columbus, Ohio, cuando traté de volar sin mi pasaporte estadounidense. Pero es una situación que ha-bría sido inconcebible antes del 11-S, con la notable excepción, por supuesto, de la discriminación racial que era totalmente "normal" para los negros antes de que se aprobaran las leyes de los derechos civiles de los años sesenta.

Un segundo cambio que me llamó mucho la atención fue la sustitución masiva de las conversaciones cara a cara por unas relaciones tecnológicas e impersonales en todo tipo de contacto tanto comercial como social. Miles de tiendas y publicaciones nos invitan a comprar sus productos online. Pero, como el robo se ha generalizado de tal forma, tiene que haber un "nombre de usuario" para crear una cuenta, una contraseña -o incluso varias-, antes de obtener el acceso a informaciones importantes o poder aprovechar unas rebajas. Conviene recordar nuestra fecha de nacimiento o las cuatro últimas cifras de nuestro número de la Seguridad Social por si, por alguna razón, el ordenador central no acepta nuestra contraseña.

En esas conversaciones me impresionan al mismo tiempo el carácter impersonal y la cuidadosa cortesía de la experiencia. Por supuesto, no hay contacto visual. La llamada comienza con un mensaje grabado, en un inglés muy americano, que informa al cliente de que es posible que la conversación quede registrada con el fin de vigilar la calidad del servicio. Pero, cuando oímos que la voz que nos pregunta en qué puede servirnos de ayuda habla un inglés con un ligero acento, nos damos cuenta de que la persona con la que estamos hablando es seguramente asiática y el puesto de trabajo está "deslocalizado"; en cualquier caso, el inglés no es su lengua materna. Al mismo tiempo, esa conversación sobre unos hechos totalmente objetivos, precisamente por su falta de contacto visual y su inglés con acento, puede dejar ver un esfuerzo consciente de actuar con especial cortesía.

Como oigo cada vez peor y tengo que pedir a la gente que repita gran parte de lo que me dice, me paso el tiempo pidiendo disculpas por esa molestia a mi interlocutor invisible, y este, o esta, una vez concluida de forma satisfactoria la parte informativa de la conversación, suele expresarme sus especiales deseos de que tenga un buen día.

El tercer gran cambio respecto a 1984 es la actitud de los estadounidenses sobre el futuro. Desde principios del siglo XVI hasta el último cuarto del siglo XX, la población de Norteamérica, predominantemente blanca, y la mayoría de los intelectuales que se han ocupado de la historia del país, parecían tener el sentimiento profundo de que Estados Unidos era "tierra de Dios". La guerra de Vietnam despertó ciertas dudas, y existía una minoría importante preocupada por cuestiones como el armamento nuclear y el cambio climático.

Ahora bien, hasta el 11-S, seguido de una guerra de Irak emprendida por motivos falsos y los desastres económicos y morales de la economía estadounidense y después la internacional durante los últimos tres años, la población, en general, conservaba el alegre optimismo del pasado.

Hoy, los estadounidenses, sean de la tendencia política que sean, están asustados y furiosos. El Gobierno de Obama ha rescatado a los grandes bancos de sus propias locuras (como hizo el Gobierno de Roosevelt en 1933). Ha legislado las líneas generales de un sistema de salud mejor que el actual, pero no ha sabido hacer lo suficiente para detener el desempleo masivo. La profundidad de la crisis económica se debe, sobre todo, a las políticas del presidente George W. Bush: recortar los impuestos fundamentalmente para los ricos y emprender una guerra desastrosa sin ni siquiera haber estudiado cómo iba a pagarla.

Desde la elección de Barack Obama, prácticamente todos los republicanos, y muchos "independientes", se han opuesto a cada medida del presidente con la excusa de que el déficit es demasiado grande (pero no reconocen su propia responsabilidad por la dimensión del déficit) y que Estados Unidos no debe convertirse en "un país socialista". La realidad humana es que el 10% de la población está en paro, millones de personas han perdido su hogar y su trabajo y el programa de estímulos del Gobierno de Obama, aunque ha ayudado a muchas empresas a empezar la recuperación, no está cubriendo, ni mucho menos, las necesidades de la creación de empleo.

Este fracaso, a su vez, se debe a que el Gobierno actual tiene miedo de aumentar el déficit con programas de obras públicas como los del New Deal de los años treinta, que podrían restablecer la esperanza para la clase media y la clase trabajadora (sigue existiendo una clase trabajadora en Estados Unidos, aunque cualquiera lo diría al oír el vocabulario que emplean los comentaristas políticos).

En resumen, los claros y desalentadores cambios en la forma de ver las cosas que he advertido desde mi regreso a Estados Unidos son atribuibles, en mi opinión, a la conmoción del 11-S, el gran aumento de la tecnología impersonal y los desastres económicos y morales del capitalismo descontrolado; todos estos factores han destruido el optimismo normal del pueblo estadounidense.

Gabriel Jackson es historiador estadounidense. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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