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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

La clandestinidad de Pío Moa

He leído en un escrito suyo que «uno de los cerebros del secuestro de Oriol -Villaescusa, que nunca fue detenido, se pasea normalmente por Madrid, con conocimiento de periodistas que le entrevistan, se citan y dialogan con él», todo lo cual abonaría «sobradamente» la hipótesis de un grapo infiltrado y manejado por cualquiera sabe qué servicios secretos.Personas acusadas de «cerebro» de aquel secuestro ha habido varias, pero sólo una, que soy yo, no ha sido detenida. Yo debería ser, pues, el elemento infiltrado.

¿Qué derecho tiene usted, señor Cebrián, a propiciar la sospecha y el juicio preestablecido, sin más base material que una retorcida interpretación contra quien, en definitiva, no le ha hecho ningún daño personal; a lanzar esas inmundas alusiones contra alguien a quien no conoce usted de nada (o lo que usted conozca dista de «abonar» nada de lo que usted dice); contra alguien cuya capacidad de defensa es por demás precaria, según a usted le consta?

Yo también soy periodista y conozco los trucos con los que se manipula la opinión; la delación indirecta, la lucubración arbitraria para crear «puntos oscuros», etcétera. Conozco esos juicios típi

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cos de cierta Prensa (no pensaba que del director de EL PAÍS también), juicios sin defensa e inapelables porque el veredicto que cae sobre la víctima es un sambenito del que ya no se puede librar.

Señor Cebrián, yo no me «paseo», y menos aún «normalmente» por Madrid. He vivido en España estos años, en efecto, pero clandestinamente. Una clandestinidad tanto más difícil cuanto que no sólo debía esquivar a la policía, sino al cotilleo, peligroso y dañino, de tanto grupo «revolucionario», de tanto periodista irresponsable.

Para mí, la clandestinidad no es cosa nueva. La he vivido en condiciones muy duras por ya largos años. No sé de ella por relatos o novelas, como usted y muchos que, sin embargo, se creen autorizados a parlotear de los «fallos increíbles» que puedan cometer otros en ese terreno. A esa experiencia, así como al hecho de ser actualmente presa muy secundaria para la policía, debo el continuar en libertad. La policía debía, desde luego, tener a estas alturas bastantes indicios sobre mí. Pero de indicios basados en chismes, forzosamente contradictorios y con falsas pistas, a un testimonio como el suyo, media un buen paso. A partir de ahora me será algo más difícil seguir libre. Felicítese usted.

Moverse en una ciudad de tres millones de habitantes, incluso pa searse por ella, tiene pocos riesgos Lo que sí es peligroso es mantener una relacl ón frecuente y sistemática con determinados charlatanes grupos políticos y periodistas. Eso hay que reducirlo a 10 imprescindible, pues antes o después arrastran a la caída. Es así, aunque se trate de periodistas serios, pues el ambiente de la Prensa el poco dado a la discreción. Por ello nunca sostuve con ningún periodista los contactos continuados y fáciles que usted pretende hacer creer. ¿Y a qué entrevistas se refiere usted? Tan sólo ha aparecido una, en La Calle, y harto desfigurada. No he vuelto a reincidir.

Me he visto, pues, con periodistas, muy pocos, sólo aquellos que me inspiraban confianza y exclusivamente para alguna gestión determinada: casi siempre para salir al paso de infundios sobre la historia del PCE(r) o sobre mí mismo, como ahora. Sobre esos temas preparo un libro.

Esos pocos periodistas son, además, hombres de izquierda y demócratas, entre ellos un alto cargo de EL PAÍS. Confieso que entre aquellos en cuya discreción profesional hubiera confiado a priori está usted mismo. Pues bien, de su manera de presentar las cosas se desprende que el que esos periodistas supiesen algo de mí supone que la policía estará también al corriente. Pocos le agradecerán el piropo implícito. En todo caso, no ha sido como usted da a entender, o no del todo, hasta que usted ha «tirado de la manta», acaso por la vanidad de mostrar lo al llanto que se halla de estos «misterios».

También resucita usted la especulación policiaca que me achacaba ser el «cerebro» de la operación Cromo (usted dice «uno de los cerebros»). De aqueI montaje contra mí sólo ha podido sostenerse el cargo de haber escrito las cartas famosas. Cualquiera se preguntará: ¿cómo puede perseguirse a una persona por un «delito» de expresión que en todo caso recae sobre la Prensa que dio publicidad a los comunicados a los que el propio Gobierno contestaba como cosa normal en aquellas circunstancias? Pues, sin embargo, estoy perseguido por ese «delito», aunque no por el que usted, con mucha bondad, me imputa. De ser un «cerebro infiltrado», como tan miserablemente insinúa usted, a buen seguro que me hallaría a salvo en el extranjero, libre de inculpación y disfrutando del premio. Pero me encuentro en el interior, trabajando por lo que creo justo, bajo una acusación traída por los pelos y forzado a moverme en medio de estrecheces y peligros. Peligros aumentados por gente que ve en mí un objeto inerme sobre el que ejercitar su ingenio lucubrante.

Fíjese usted que ni al más desmadrado de mis ex camaradas se le ha ocurrido acusarme de tal infiltración. Y no por falta de ganas, sino porque, de ser yo un agente enemigo, el PCE(r) entero se habría liquidado entonces: yo estaba en el más alto organismo, y dentro de él me encargué de la reorganización del partido tras el desastre de la operación Cromo.

Me repugna sobremanera tener que bajar a estos detalles, porque es caer un poco en ese juego sórdido que se trae parte de la Prensa. Pero es inevitable. Esas historias son carnaza que alimenta cualquier provocación física contra mi. Esos embrollos arbitrarios, en los que se hace tabla rasa de los hechos conocidos para especular truculentamente en base a ignorancias artificiosas, sirven muy bien para que, de un lado o de otro, se intente acabar conmigo. Cierto que si ello ocurriera, ganarían ustedes un nuevo «misterio» que añadir a la lista, y no dejarían de montarse nuevas y nauseabundas especulaciones, como en el caso de Delgado de Códez. Sepa, señor Cebrián, que la responsabilidad de un hecho semejante recaería también sobre usted. La responsabilidad moral, ya que no la legal.

Sus frases me perjudican especialmente por venir de persona considerada como periodista ejemplar y defensor de la democracia. No le discuto sus méritos ni pretendo valorarlos exclusivamente desde mi honor pisoteado. Pero le recordaré que cuando usted se oponía al franquismo sin que ello repercutiese en su carrera, yo sacrificaba muchas cosas, arriesgaba la libertad y la vida. No le reprocho su actitud de entonces en lo más mínimo. Pero resulta en extremo irritante que se permita usted hablar con tanto desparpajo de quien ha dado por la libertad más que muchos, y si se ha equivocado, no ha sido más que la mayoría./

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