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El objetor, ¿ciudadano digno de toda sospecha?

La experiencia sobre el ejercicio de la objeción de conciencia en los 16 años de vigencia constitucional ha sido bastante desalentadora, y la situación actual es difícil y confusa. Quizá es preciso reconocer que ya la formulación del texto constitucional, artículo 30.2, sobre este tema era alambicada y ambigua: "La ley fijará las obligaciones militares de los españoles y regulará, con las debidas garantías, la objeción de conciencia, así como las demás causas de exención del servicio militar obligatorio, pudiendo imponer, en su caso, una prestación social sustitutoria".Por añadidura, la ley de objeción tardó varios años en aprobarse, se acumuló entretanto un gran número de objetores sin amparo legal y la ley nació tarada, con varios de sus preceptos cuestionados, como, por ejemplo, la naturaleza y la duración de la prestación social o la imposibilidad de objetar después de entrar en filas.

En la práctica, las prestaciones realizadas han estado lejos, en su mayoría, de tener un carácter social que las justifique. Unas veces han carecido por completo de contenido, otras suplantaban puestos de trabajo que debían ser remunerados y algunas hubieran correspondido más bien al voluntariado civil.

En consecuencia a todos esos fallos de la ley y de su aplicación, y también al rechazo de su formulación ideológica por algunos sectores de la objeción (que la consideran como un reforzamiento del servicio militar), ha sur ido en los últimos años la insumisión, es decir, la negativa de muchos objetores a realizar servicio militar ni prestación social, con la única alternativa de la condena a prisión, variable según los jueces.

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En todo caso, y como a todo se adapta el ser humano, la situación descrita parecía estabilizada, la falta únicamente de que por algún lado se impusiera algo de racionalidad. Cierto es que pese a la amenaza de prisión para los insumisos, a las prestaciones de 13 meses para los sumisos frente a los nueve meses de mili, a los retrasos para realizar dichas prestaciones (con los consiguientes perjuicios laborales, familiares, etcétera) y al desprestigo inducido desde círculos patrióticos, el número de ejercientes de la objeción ha crecido hasta suponer un tercio del total de varones reclutables. Consecuencia inmediata: no le cuadran las cuentas al Ministerio de Defensa en el número de soldados previstos en los planes de reclutamiento, y el nerviosismo oficial ha vuelto a desestabilizar la situación.

¿Solución apresurada del Gobierno para ese déficit? Transformar objetores en soldados mediante el truco de sublimar el propio concepto de objetor. Éste pasa a ser una especie a proteger, librándola de la compañía de parásitos, de objetores de conveniencia, es decir, pícaros que, por escapar del servicio militar, engrosan indebidamente los números de la objeción.

En consecuencia, los ministros de Defensa y Justicia han anunciado rápidas medidas, tales como crear plazas para la prestación, adecuadas a ese concepto del objetor héroe (lejos de su domicilio y en servicios de dificultad o dureza), y exigir, para acceder a la categoría de objetor, una prueba que permita conocer a los verdaderos y rechazar a los espurios, obligados así, ya desenmascarados, al noble servicio de las armas. Y al mismo tiempo se anuncian medidas dulcificadoras de este servicio, que, como complemento de lo anterior, se piensa que originarán nuevo entusiasmo por el servicio de las armas.

Pero y si esto falla y los objetores resultan contumaces, afrontando con éxito las pruebas y la prestación, o se pasan a la insumisión, ¿qué se hará? ¿Reclutar a las mujeres? ¿Hacer levas forzosas? Por otro lado, ¿es justo y constitucional decidir el grado de conciencia en la objeción a las armas mediante exámenes o imponer prestaciones sociales punitivas?

Parece racional pensar que todos estos problemas podían tener más adecuada solución implantando ya un reclutamiento general voluntario y profesionalizado mediante la remuneración justa y competitiva de los reclutados, como se hace en otros países de nuestro entorno geográfico, político y cultural, y se intenta hacer sólo parcial y cicateramente en España.

Por otro lado, la defensa de la nación se debe articular sobre el conocimiento de varios factores: la amenaza previsible, el terreno en que hay que defenderse y los medios disponibles (humanos y materiales). Así pues, los estudios pertinentes sobre nuestra realidad política, nuestro entorno internacional, nuestras posibilidades materiales y demográficas y nuestros compromisos verdaderos en caso de conflicto nos demostrarían que unas Fuerzas Armadas reducidas, pero eficaces y no burocráticas, cubrirían sobradamente nuestras necesidades de defensa.

Si a ello se une la voluntad política de resolver los problemas de forma acorde con las aspiraciones de los ciudadanos y con las necesidades de los tiempos, sin temor a cambios ni a prejuicios trasnochados, se podrá llegar a un plan racional y gradual que permita contar en un plazo razonable con un sistema de defensa eficaz, popular, democrático y sin conflictos.

En caso contrario, no hace falta ser ningún profeta para prever, por la simple descomposición de la absurda situación ya planteada, un panorama de objetores, insumisos, desertores, soldados descontentos y otras especies posibles, que no será precisamente el mejor apoyo de una democracia tan castigada ya por otras causas. Luis Otero Fernández es coronel de ingenieros en la reserva y antiguo miembro de la Unión Militar Democrática (UMD).

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