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Tribuna
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Sobre la convivencia en España / y 2

La convivencia de que ahora hablo es, obviamente, el hábito de vivir en paz y en cooperación con el discrepante político o religioso, y, por consiguiente, la aceptación sincera de una vida pública en la cual sean de hecho reconocidos la razón de ser de las opiniones del discrepante, su derecho a expresarlas libremente y la posibilidad de su acceso al poder, si por vía pacífica logra que la mayoría de sus conciudadanos la compartan. La convivencia civil no consiste en el bobo panfilismo, ni en la ocasional fusión emotiva -ante un tirano o ante un ejército invasor, por ejemplo- del «todos a una», ni la tolerancia del asesinato político, del tráfico de drogas o de la trata de blancas, y en modo alguno excluye, más bien exige, la existencia de tensiones dialécticas y críticas entre los discrepantes. Consiste la convivencia, en suma, y tal es su nervio, en admitir de buen grado que uno no puede nunca ser dueño de toda la razón, que el otro, por adversario que sea, puede tener buena parte de ella, y en obrar en consecuencia. Todo lo cual supone que la conciliación entre los discrepantes -o cierto consenso o concierto entre ellos; concertación no me parece palabra adecuada- es condición previa para que la convivencia civil se establezca en una sociedad bajo forma de hábito consistente.Y puesto que de lo que en este momento se trata no es de lograr precisiones semánticas, sino de saber qué debe hacerse aquí y ahora para que la conciliación entre los españoles políticamente discrepantes sea real y firme, por fuerza hemos de poner nuestra mirada en lo que a este respecto en España ha pasado, pasa y -esto es lo más grave- puede pasar.

Hablaré de mi experiencia. Desde mi infancia he visto cómo la vieja inconcillación de los españoles -bajo ella, qué claro me resulta ahora, una más o menos extensa e intensa propensión a la guerra civil- se ha exacerbado en muy diversas formas: inconciliación entre católicos y no católicos (consecuencias de la «ley del candado», discurso de Alfonso XIII en el cerro de los Angeles), entre socialistas y burgueses (huelga revolucionaria de 1917), entre militares y paisanos (juntas de defensa), entre monárquico-dictatoriales y republicanos (años finales de la monarquía de Alfonso XIII), entre socialistas revolucionarios y republicanos constitucionales (octubre de 1934), y luego todo lo acontecido desde 1936 hasta 1939, más aún, hasta 1975, y por 5n los sucesos del 23 al 24 de febrero último. De esa historia somos continuadores y herederos, aun cuando muchos de sus episodios, incluso los terribles de la última guerra civil y la represión subsiguiente, parezcan borrados de la memoria de bastantes españoles. Pues bien: todo ello supuesto, qué es lo que procede hacer?

Para algunos, acaso para muchos, admitir que está totalmente olvidado aquello de que no se habla o no quiere hablarse, pensar que tras la experiencia de la última guerra civil opera tácitamente en los españoles la convicc de que esa guerra civil fue en verdad «la última», dar por histórica, moral y políticamente liquidado todo lo que a ella se refiere, y no atender sino a la erradicación del terrorismo, a la lucha contra la inflación, al cáncer del paro y a los problemas que la Generalidad y el Gobierno de Euskadi, con Herri Batasuna a su flanco, vayan planteando.

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Nadie desea tanto como yo que el terrorismo sea limpia y enteramente erradicado, que el paro regrese rápidamente, que la inflación se desinfle y que el estado de las autonomías sea, con mejor razón y más placiente resultado que entre los austrohúngaros, lo que uno de los lemas de aquella Austria rezaba: Viribus unitis («Con fuerzas unidas»). Pero desde hace cuarenta años vengo pensando que el enorme drama de nuestra guerra civil no ha sido histórica, moral y políticamente bien resuelto, y que si se quiere de veras que la cicatriz que le recubre no sea la máscara de una cicatrización en falso -con otras palabras: si de veras se aspira a que nuestra convivencia civil sea auténtica y robusta-, es necesario no liquidarlo mediante un olvido fingido e irresponsable. Pensamiento que en la noche del 23 de febrero y ante lo que desde esa noche viene aconteciendo ha adquirido en mí vigor y perfil nuevos.

No está históricamente liquidado el drama de nuestra guerra civil, porque tal liquidación exige que todos los españoles cultos -al menos, ellos- tengan conciencia clara de lo que la guerra civil, el hecho y el hábito de la guerra civil, han sido en nuestra historia, y con esa clara conciencia, un no menos claro propósito de enmienda. Que la historia sea alguna vez entre nosotros vitae magistra, como quería Cicerón. No se halla liquidado políticamente ese drama, porque a la interpretación de él como en él «vencedores» continúan ateniéndose más, bastante más españoles influyentes de lo que fuera deseable; como vencedores, por añadidura, para quienes el viejo «¡Ay de los vencidos!» sigue siendo norma inmutable, aunque muchos se llamen a sí mismos cristianos. Triste cosa, fundar la legitimidad política sobre una sangrienta victoria fratricida. Y moralmente... El problema de la no liquidación moral de nuestra última guerra merece, creo, párrafo aparte.

Durante casi cuarenta años, la pública consideración de los vencidos como «antiespañoles», «asesinos», «horda roja», etcétera, ha sido entre los vencedores regla constante. Qué antología de textos podría componerse. Se publicó una Causa general, hubo lápidas para los caídos en la retaguardia, del nombre de Paracuellos se hizo todo un símbolo, fue minuciosamente elaborada una tesis doctoral acerca de los sacerdotes y religiosos asesinados... Cierto todo ello. Horrible todo ello. Y aun cuando bien temprano hubo entre los republicanos y los socialistas muy autorizadas voces que denunciaron ese horror y protestaron contra él -Azaña, Prieto, Zugazagoitia, varios más-, no sería inoportuno que los actuales socialistas y comunistas siguiesen diciendo: «Aquello, no; aquello, nunca más». Pero es el caso que, a la vez que se producían esos horrores en la retaguardia «roja», otros equivalentes acontecían en la retaguardia «nacional». Durante los primeros meses de la guerra, y aun después, ¿qué pasó en Badajoz, en Valladolid, en Zaragoza, en Sevilla, en Salamanca, en tantas y tantas ciudades, en tantos y tantos pueblos de esa retaguardia? Como contrapartida de los sacerdotes y hombres «de derechas» vilmente asesinados, ¿cuántos republicanos, socialistas y masones no cayeron, asesinados no menos vilmente, sólo por el hecho de haber sido lo que honradamente fueron? Estos no han tenido su «causa general», y -desde 1975- acaso tal deficiencia sea una responsabilidad colectiva de los partidos de la oposición; salvado el caso de Federico García Lorca, sólo esporádica y fragmentariamente se les ha mencionado, y en ocasiones no con la dignidad editorial que el tema requería. Y por otra parte, ¿qué voces han salido de los grupos sociales y políticos más representativos de los vencedores, para reconocer la existencia de esa atroz realidad y para a continuación arrepentidamente decir: «Aquello, no; aquello, nunca más», o lealmente confesar un «También nosotros»? Penosa historia esta de lo que debio suceder y no ha sucedido.

Pese a cuanto con pensar desiderativo se afirme, ocurre

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que todo esto no se ha olvidado en los entresijos de la vida real de España, especialmente en los rurales, y quien lo dude, que haga una prospección detenida y sensible de las contrapuestas reacciones a que en esos entresijos dio lugar la tentativa del 23 de febrero. Ante todo ello, y si de veras se desea la conciliación entre los españoles, ¿qué hacer?

En varios lugares de la ancha y desconocida España, algo se ha hecho para lograrla. Especialmente significativo y conmovedor fue el acto organizado hace unos meses por el cura de Arguedad (Navarra), según el folleto con tal motivo publicado. Pero, cuidado: aunque actos como ese me emocionen, y aunque eche de menos una «causa general» complementaria de la anterior, y aunque -por otro lado- piense que no sería cosa políticamente inútil conocer con cierto detalle cómo se han hecho varias fortunas personales desde 1940, yo no propongo que los españoles nos entreguemos a una múltiple ceremonia macabra; bastante muertos han corrido ya nuestros caminos. «Los funerales eran tus fiestas», dice Maragall a España en su oda famosa, y sin reservas estoy con el sentir que inspiró esos versos. Con toda mi alma quiero una España viva, conciliada, animosamente abierta al presente y al futuro. Pienso tan sólo, eso sí, que para lograrlo siguen siendo condición necesaria dos cosas: frente al pasado lejano, una lúcida comprensión de por qué el hecho bélico y el hábito psicosocial de la guerra civil con tanta frecuencia se han dado entre nosotros; frente al pasado próximo, y así en la izquierda como en la derecha, aunque aquélla haya renunciado a todo revanchismo, aunque ésta diga hallarse lejos de cualquier franquismo, la mínima valentía de hacer examen de la conciencia propia y la consiguiente decisión de confesar, siquiera una vez: «También yo erré, también yo delinquí». Y luego, a trabajar, opinar y divertirse, conviviendo. ¿Ingenuidades eticistas? No faltarán quienes así lo piensen. Muchos españoles, yo entre ellos, no.

La primera parte de este artículo se publicó ayer en estas mismas páginas de «Opinión».

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