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Crónica del País de los Agravios

En el legendario País de los Agravios, que es donde yo habito, nadie tiene derechos políticos efectivos si no puede acreditar una buena ofensa, a ser posible antigua para poder cobrar los intereses; incluso a los ofensores se les aconseja siempre que asuman el papel de las víctimas y que no descuiden jamás gritar de dolor mientras golpean. No hay en ello contradicción alguna, pues, tal como nos explican con oleaginosa mansedumbre nuestros teólogos, la violencia no es más que la expresión descarriada de una injusticia histórica, el lamento inextinguible de alguna identidad profanada en el pasado, cuyo afloramiento sólo puede evitarse mediante previa y equitativa reparación. El grado actual de violencia política es tan grande entre nosotros -se nos dice- porque la cuantía de la injusticia histórica que sufrimos en nuestro irredento pasado fue aún mayor.Aunque es cierto que tenemos un grado de autonomía sin parangón en Europa, que las opciones independentistas pueden practicar la apología del terrorismo con una impunidad que dejaría estupefacto a cualquier demócrata del mundo, aunque todo esto es cierto, nuestros pastores de pueblos, quienes desde el gobierno vasco o desde la jefatura del PNY ejercen como protectores contra el lobo, no parecen percibirlo así; para unos, como el lehendakari Ardanza, el Estado español no está democráticamente legitimado (aunque este tipo de declaraciones depende mucho de la coyuntura y del cupo). Para otros, en especial para el adusto jefe de nuestro "partido rector", para nuestro "hombre perpetuamente enojado", la Constitución, Española consagra una violencia institucional: el derecho de conquista y la ocupación militar.

Si en medio de este ambiente de crímenes sacramentales y mentiras que pasan la aduana del entendimiento amenazando de muerte al que se atreva a examinarlas, si en medio de esta retórica banal conseguimos abrimos un camino hacia el libre ejercicio de la crítica, contemplaremos un panorama muy diferente al que nos pintan nuestros "pastores de pueblos", aunque no menos desolador. Existe, como ellos afirman, una importante falla democrática, sólo que ésta no se encuentra en las instituciones o en la práctica política del Estado español, sino en la propia ideología nacionalista. Desde su nacimiento hasta hoy el nacionalismo vasco no ha dejado de ser un nacionalismo integrista, que niega la ciudadanía a todo aquel que no comparta una supuesta identidad colectiva. Sabino Arana situaba en la raza el factor esencial de la pertenencia a la colectividad de vascos auténticos; la obsesión racial sigue existiendo, pero el factor esencial es ahora la adhesión política; ser vasco es votar nacionalista. Los demás somos traidores o "renegados" de la patria, no ciudadanos que piensan de otra forma. Arzalluz suele decir que el nacionalismo es algo "natural", que quien ha nacido aquí debe vincularse a los valores de una supuesta identidad colectiva que él mismo y su partido representan. Si no lo hace es un "colaboracionista" o un renegado. de ahí que el talante persuasivo deje paso con tanta frecuencia en el discurso nacionalista al tono conminatorio y que las amenazas que se esgrimen contra la "bota de Madrid" tengan como fin primordial acobardar a la oposición interior. Muy pocas veces se suele hacer notar el carácter profundamente antidemocrático de estas actitudes y de estos supuestos que en manera alguna son accesorios en la ideología nacionalista. En democracia las opciones políticas no son naturales, no son algo que se encuentra uno ya al nacer; las opciones políticas son opciones y, por lo tanto, libres y plurales.Es razonable suponer que los hombres que bajo una constitución democrática me llaman traidor porque no voto lo que ellos quieren, en un poder instituido por su iniciativa me quitarían el voto. Que un consejero de Educación proclame la necesidad de que la enseñanza dedique sus esfuerzos a inculcar en la juventud los supuestos valores de la colectividad nacional vasca (y con ellos los grandes mitos sobre los que se asienta nuestra violencia nacional), que se repita constantemente que la personalidad individual debe sumergirse en ese colectivismo moral de las identidades étnicas (hay quien habla de una "geografía de la personalidad"), que se proclame a los cuatro vientos la necesidad de construir desde las instituciones estatales una sociedad vasca "diferenciada en sus valores" es algo que por su carácter totalitario debería producir escándalo. Si no lo produce se debe sencillamente a que el terror ha acabado con cualquier percepción crítica de lo que realmente nos está ocurriendo.

En el año 1987 hubo dos importantes acontecimientos que contribuyeron a la distensión y a la normalización en el País Vasco: el "discurso del Arriaga" y la formación de la Mesa de Ajuria Enea. En el discurso del Arriaga Arzalluz se adhería al pluralismo político al proclamar la legitimidad de las opciones no nacionalistas; con ello el nacionalismo parecía aceptar que ser vasco no equivale necesariamente a ser nacionalista vasco. En la Mesa de Ajuria Enea se pactaba la colaboración de todos los partidos democráticos para aislar y neutralizar al terrorismo. Las acciones de ETA no disminuyeron de la noche a la mañana, pero se produjo un cambio perceptible en el clima intelectual y moral de la sociedad vasca, que se tradujo sobre todo en un sensible progreso de la libertad de expresión. En todas las elecciones que tuvieron lugar en los siete años siguientes, hasta octubre de 1994, el nacionalismo no dejó de retroceder. Pero desde este mismo año se percibe un cambio de actitud en las fuerzas nacionalistas, algo así como si su "discurso de las cien flores" hubiera producido una floración que juzgaran excesiva. Aunque los nacionalistas no de jan de llamar fascistas a los partidarios del terror, ello no impide que a continuación empiecen a exigir el diálogo con ellos como condición indispensable de cual quier democracia verdadera. Son cada vez más los que hablan de la necesidad del diálogo con los violentos, de "repartir la razón" entre los demócratas y los fascistas. El pacto de Ajuria Enea se resquebraja, la violencia terrorista revienta como un absceso de pus y se extiende por las calles al canzando de lleno nuestra vida cotidiana. Entre tanto, los partidos nacionalistas llamados de mocráticos (que así sea) asumen buena parte de las demandas de Herri Batasuna, que es quien realmente parece redactar el orden político del día. Algunos di rigentes del "nacionalismo democrático" se muestran alarmados ante la posibilidad de que el lazo azul "divida a la sociedad vasca"; otros dicen temer más a Madrid que a ETA, y hablan de la comunidad autónoma como de un país ocupado. El portavoz del PNV, Egibar, se escandaliza de que la televisión testimonie el acoso domiciliario al líder del Partido Popular, en lugar de extrañarse de que nuestra policía no sea capaz de garantizar un mínimo de libertad en la calle.

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No veo en absoluto qué legitimidad puede tener para mí un gobierno cuyos líderes lanzan periódicamente consignas panfletarias y soplan sobre las brasas de la violencia sin importarles las consecuencias; no entiendo qué legitimidad puede tener para mí un - gobierno que, después de haber satisfecho su avidez recaudatoria, no parece interesarse gran cosa en la seguridad de algunos ciudadanos. Nuestro partido rector" no sólo es incapaz de atajar la violencia, sino que estimula con sus declaraciones y actitudes la difusión y la impunidad del fascismo callejero. Cualquiera que oiga las declaraciones de Egibar y de las de Atutxa pensará que pertenecen a dos partidos antagónicos o que están escenificando El extraño caso de mister Jeckill y mister Hyde. Claro que el PNV es un partido atípico en el panorama europeo: gobierna como si en vez de ocupar las poltronas del ejecutivo estuviese en los sótanos de la clandestinidad; o sea, es un partido de derechas que estimula el desorden.

¿Qué finalidad puede tener todo esto? ¿Piensa nuestro adusto patriarca que merece la pena llevarnos al desierto durante unos cuantos años antes de ver la tierra prometida? ¿Habrá previsto también algún maná que sustituya las inversiones? No lo sabemos, pero entre tanto se multiplican los mediadores, que con el pretexto de zanjar "el contencioso histórico" consiguen aplazar sine die la normalización democrática. Los que invocan la necesidad del diálogo, estos autodesignados mediadores, no han recibido de nadie su mandato ' puesto que nadie los ha votado; estos incitadores al "diálogo entre las partes enfrentadas" olvidan que sólo las instituciones representativas pueden hablar en nombre del pueblo; también olvidan que todas las cuestiones se pueden plantear y se plantean en la sociedad vasca; si alguna censura existe, no es la que impone el Gobierno de Madrid, sino la del terrorismo, y ésta es asimétrica, ya que sólo censura las demandas de una parte de nosotros, la de quienes no clamamos por ninguna bandera, sino por la democracia. La voz censurada es la voz de los que queremos ser antes que nada, antes que vascos o españoles, individuos y ciudadanos libres, de quienes pensamos que, si se establecen pactos con el fascismo bajo la amenaza de su violencia, la democracia no puede salir indemne.

La voz que se está reprimiendo es la voz de quienes creemos que lo que ahora está en juego no es la libertad de las "etnias oprimidas", sino la de todos y cada uno de nosotros como individuos de carne y hueso, como personas que debemos luchar para que nuestra existencia y nuestra libertad no sean ahogadas en la retórica de los grandes símbolos ni sacrificadas en los altares de la patria. Naturalmente que en el espacio mental de muchos nacionalistas, de quienes ponen la identidad colectiva por encima de la libertad de los individuos, todo esto es muy exótico: son "otras voces, otros ámbitos". Los "señores de la palabra" (obviamente, no les llamo así por su elocuencia, sino porque casi la tienen en monopolio), los que, después de habernos confiscado violentamente la democracia, pueden gritar cuanto quieran sin encontrar réplica, estos patriotas todavía no son señores del silencio porque no pueden matar las ideas en la mente de las personas; no sabemos cuánto durará el secuestro de la democracia, pero, si algún día cesa el terror y todas las ideas recuperan la voz, entonces nuestros actuales señores, nuestros pastores, tendrán que valerse de la sola persuasión, ejercicio que privilegia la actividad mental; espero que ese día nada se rompa en sus cerebros.

Juan Olabarría Agra es profesor titular de Historia del Pensamiento Político en la Universidad del País Vasco.

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