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Tribuna:
Tribuna
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Una casa con goteras

La política española durante el período de transición fue obligadamente rápida y confusa. La necesidad de construir el aparato jurídico constitucional, la frecuencia de períodos electorales, los embates terroristas y la alargada sombra de la extrema derecha, la falta de diseño en el trazado del Estado de las autonomías, junto a los constantes cambios de Gabinete de Suárez y la falta de solidez de las instituciones de la democracia, configuraron, entre otros datos, un panorama poco propicio para encararse con otro tipo de problemas que, sin duda, eran menos acuciantes, pero que, de perpetuarse, podían suponer un serio lastre para el futuro de este país. Así, la falta de implantación social de los partidos políticos, el crecimiento del absentismo electoral, el mantenimiento de antiguallas tales como el reglamento del Congreso o una ley electoral obsoleta, amén de una seria falta de voluntad política del poder establecido en profundizar en los usos, hábitos y costumbres de una sociedad democrática, han dado como resultado una debilidad congénita del sistema, asediado ahora por el empuje de sus enemigos, la presión de la derecha económica, la incapacidad de la clase política para remontar el vuelo y mirar más allá de su propio ombligo y la peligrosísima cesión de responsabilidad ciudadana que supone pasar de las urnas. Dato este último que ojalá no se confirme en Galicia y en Andalucía, y aunque los sondeos de que se dispone no sean precisamente optimistas.En cualquier caso, y al margen de que el tema autonómico requiera reflexión aparte, aceptar el absentismo como hecho inamovible no es sólo una manifiesta prueba de incapacidad e impotencia, sino también reflejo de en qué medida los políticos aceptan con resignación digna de mejor causa un estado de cosas con una profunda carga desestabilizadora. Sorprende efectivamente que con el tejerazo todavía sobre el tapete la propaganda que partidos e instituciones están haciendo tanto en Galicia como en Andalucía apenas tenga en cuenta el peligro que corrió la democracia y todavía corre, y no se hable de movilización electoral como una respuesta al golpismo. ¿Miedo o simplemente ceguera? Lo que es cierto es que la política sigue empeñada en girar sobre sí misma y acepta impasiblemente su desconexión con la calle. La imagen de la otra tarde en el Congreso, cuando se discutía el Estatuto de Asturias, fue tremendamente significativa: menos de un tercio de diputados presentes; sólo un ministro, el del ramo, en el banco azul,- ausencia prácticamente total de público en las tribunas y ni un solo enviado especial de la Prensa asturiana. Y en el Principado, claro, indiferencia en la calle... Es muy posible que así se haga política, pero resulta menos evidente que se construya así una democracia fuerte. Empezar la casa por el tejado y dejar los cimientos para más adelante es táctica habitual a que se nos tiene acostumbrados.

Y es que, aun a riesgo de la monotonía, la pregunta sigue siendo la misma: ¿es hoy más firme y sólida la democracia española que hace un año? ¿Están las instituciones más arraigadas socialmente? ¿Se está aprovechando el tiempo para algo más que dejarle transcurrir en la esperanza de que su paso lo arregle todo? La respuesta, en cualquier caso, no puede ser optimista. Es más: no parece incluso que se estén aprovechando políticamente algunas circunstancias absolutamente excepcionales, como es el caso de un clima laboral carente prácticamente de conflictos (lo que constituye algo verdaderamente insólito en la España de los últimos años y en el actual panorama europeo), que, por el contrario, está envalentonando a la derecha económica, que vuelve por sus fueros intervencionistas y descaradamente intromisorios en la cosa pública. Y ese sí que es un dato esencial del momento: la consolidación de la derecha tradicional española, y, por ende, autoritaria, frente a la nueva derecha reformista y democrática. En el fondo ahí está el verdadero núcleo de la sorda batalla, y por debajo de los insípidos devaneos personales, que se desarrolla en UCD, y que tiene una indudable trascendencia de futuro. Por el contrario, las fuerzas sociales progresistas, desde el 23-F, parecen haber confundido la prudencia con el amedrentamiento, y la apariencia ce normalidad, con la estabilidad. Lo curioso es que esto no significa que la política española se esté haciendo más moderada. Se diría más bien todo lo contrario: los moderados, y no me refiero obviamente a los que así se denominan en UCD, tanto de la izquierda como de la derecha liberal, dan la impresión de batirse en retirada ante el empuje de la derecha fáctica, por un lado, y el irresponsable exhibicionismo verbal que últimamente prolifera en Cataluña y en Euskadi, por otro. Si los señores del Gobierno, por ejemplo, no andasen empeñados en confundir molinos de viento con gigantes, y en inventarse absurdos enemigos -como Fernando Castedo, sin ir más lejos-, si fueran capaces de detectar de verdad dónde están los auténticos peligros que acechan al sistema democrático, otro sería el panorama. Pero la capacidad de enredo de la clase dirigente instalada en el poder es inconmensurable. Y así, entre tanto falso, fantasma, se están colando de rondón o, mejor, se están consolidando, auténticos icebergs que pueden impedir, y de hecho están impidiendo, que la democracia avance.

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Clima electoral

En esas circunstancias produce estupor que se palpe ya el clima electoral. Eso se llama comerse la liebre antes de haberla cazado. Tenemos ya hasta sondeos de opinión. Lo que no tenemos es un solo dato fiable que nos asegure que desde el 23-F para acá el sistema se ha fortalecido. Nadie sabe exactamente en estos momentos dónde estamos. Es más: se sigue jugando con angélica inconsciencia al desgaste de Ias instituciones. El debate de la colza, el escándalo del Ayuntamiento de Madrid, la incapacidad gubernamental para respetar el Estatuto de RTVE, entre otros asuntos, se han saldado con grave pérdida de credibilidad para el sistema. No tenía por qué haber sido así. Durante el franquismo, escándalos de esa nattiraleza fueron la regla y no la excepción. Pero ahí está precisamente el problema. La democracia es el único sistema político que admite que se tiren piedras contra su propio tejado. Esa es precisamente su grandeza. Lo malo es cuando se han descuidado los cimientos y, en tiempos de previsibles tormentas, no se calcula bien que los impactos pueden producir goteras irreparables.

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