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Alcaldada antes que alcaldes

Director de «Cuadernos para el diálogo»Como bien se sabe, y se recuerda, los partidos políticos estuvieron proscritos durante el franquismo. No sólo eso: en realidad, significaban para el dictador algo así como el compendio de todos los males. Personas allegadas al general Franco cuentan su indisimulada admiración por aquellos sistemas políticos, como el soviético, que habían conseguido extirparlos de cualquier horizonte futuro. Apenas un año después de que los partidos políticos es pañoles consiguiesen su legalización, lograda después de largos años de lucha y de incontables sufrimientos para la izquierda, parece natural que aquéllos se planteen una política de mayor entronización en las masas e, incluso, una cierta «reeducación de éstas, a fin de canalizar la actividad ciudadana por los cauces normales establecidos en una democracia pluralista. También resulta lógico que los partidos favorezcan un proceso de clarificación ideológica que haga difícil cierto tipo de submarinismos y de camuflajes tan caros a ciertas fuerzas que intentan así compensar sus fracasos o sus insuficiencias ante las urnas. Todo ello está muy bien y parece consecuente con el necesario afianzamiento popular. Sin duda, son muchos años de rémora los que hay que recuperar para situarlos en su verdadera dimensión, muchas las resistencias institucionales y psicológicas que hay todavía que vencer para que puedan cumplir plenamente con su misión específica de ser cauces para la participación política. Desde luego, una cosa está clara: en el contexto socioeconómico español, los partidos políticos, así como los sindicatos, son instrumentos imprescindibles para alcanzar la democracia.

Sin embargo, y en uno de esos golpes de péndulo tan típicos de cierta idiosincrasia ibérica, se corre en estos momentos el peligro de considerar a los partidos no ya como elemento primordial e insustituible del sistema democrático pluralista, sino prácticamente como el único, de tal modo que estamos pasando del dictatorial «los partidos son el infierno», al inquietante «al margen de los partidos no hay salvación». Algo de esta filosofía parece existir en las cabezas pensantes inspiradoras del coyuntural tándem UCD-PSOE, que en la Comisión del Congreso que estudia el proyecto de ley sobre elecciones locales ha acordado nada menos que imposibilitar la presentación de candidaturas. independientes si no es en el seno, y bajo la protección, de las listas de los partidos. Lamentable y difícil de justificar. Una imposición de este tipo puede llevar a efectos muy contrarios a los que buscan los dos grupos mayoritarios e ir creando una corriente de opinión fundadamente anti-partidos. Si no recuerdo mal, una medida de tal naturaleza no la contempla, precisamente en elecciones municipales, ninguna ley electoral en todo el Occidente. Estamos otra vez, y ahora por los políticos de la democracia, en aquel «España es diferente», de infausta memoria. O, si se quiere, ante un claro «abuso de poder» de los grandes, que exceden así el mandato que recibieron de las urnas. ¿Algún candidato PSOE o UCD habló en la campaña previa al 15 de junio de una medida tan excluyente? ¿Los programas de estos partidos se refieren, en alguna parte, a algo que claramente divide a los ciudadanos en dos categorías, los afiliados a partidos y los que no?

Y que no se diga que los independientes pueden ir dentro de las listas de los partidos y dejándolos que consten como tales. Ir dentro de una lista determinada supone una serie de condicionamiento que, a priori, el independiente no tiene por qué aceptar. Se diría que volvemos a una filosofía muy propia de la Iglesia católica posconciliar: usted es muy libre de ir o no a misa los domingos, pero si no va cuente con la condena eterna. Y todo ello por no hablar de la mentalidad inspiradora, que parece haber tenido en cuenta solamente ciertas circunstancias que se dan en las grandes ciudades (se trata, evidentemente, de cerrar la posibilidad de que las asociaciones de vecinos puedan presentar candidatos) y muy poco la realidad de pueblos o ciudades pequeñas donde dificultar el paso a los independientes es una aberración que no ha querido tener en cuenta las especiales características que se dan en todos los núcleos urbanos de población reducida. Nadie que conozca algo de los pueblos o de ciudades rurales puede defender una medida que elimina multitud de candidatos locales que, precisamente por el específico carácter de las elecciones municipales, podrían ser elegidos directamente en función de su dedicación ciudadana y de sus cualidades personales al ser conocidos de manera directa por sus electores. Por su especial naturaleza, los comicios municipales exigirían precisamente la primacía de los valores de honestidad personal sobre unas ideologías a menudo artera y oportunistamente asumidas. Caso este último que parece se intenta propiciar, lo cual, especialmente por parte del PSOE, partido marxista, no deja de ser una más que evidente contradicción. Si eso no es electoralismo puro y simple, ¿qué es?

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Se supone que los redactores del proyecto han pensado que si solo los partidos políticos pueden presentar candidaturas, el peligro de caciquismo es menor. Y que dando a los independientes «la oportunidad» de ir dentro de las listas se lograba una cierta igualdad económica que preserva el que sólo los poderosos económicamente pudiesen presentarse. Estupendos propósitos. Ahora bien, ¿el camino elegido es el mejor para lograrlo? ¿No se hubiera conseguido lo mismo simultaneando las dos fórmulas, es decir, no cerrando el paso a quienes consideran enfrentarse solos como independientes a la contrastación electoral? Insisto en que, especialmente de cara al mundo rural, excluir a los independientes que no quieran pasar por el aro de los partidos, es una medida antidemocrática y claramente restrictiva de la libertad, el comienzo de un «totalitarismo de partido» que puede ser el inicio de una actitud desintegradora, con efectos exactamente contrarios a los que en teoría quieren conseguirse.

Por otra parte, la aprobación de una medida de tal naturaleza, camuflada en los inevitables tecnicismos de toda discusión parlamentaria, prueba la distancia que media entre el Parlamento y la calle. Sin ninguna discusión en la base, sin apenas participación de la opinión pública, los españoles nos encontramos de la noche a la mañana con una severa restricción de nuestra libertad política. Si los partidos quieren de verdad atraerse a la ciudadanía, podían, sin duda, utilizar otros métodos menos regresivos. Convencer, por ejemplo. No hay democracia posible si sólo se tiene en cuenta un único cauce de participación política. La democracia es un entramado complejo, donde deben tener cabida multitud de actitudes e instituciones asociativas. Y no digamos nada del debido respeto a las minorías. Alcaldada viene de alcalde. Parece mentira que a estas alturas empecemos la democracia municipal por la primera.

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