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El aprendiz de brujo

Es curioso, pero se tienéla sensación, o al menos yo la tengo, de que lo que está pasando estos días con el tema de las autonomías «no históricas» es una historia vivida varias veces a lo largo del período de transición. Primero se crean unas expectativas emocionalmente avivadas e irracional y demagógicamente explotadas, y más tarde, sin debate y sin explicar al país los motivos profundos del viraje, se cambia de rumbo y se da un palmetazo a una criatura que en su origen puede que tuviese un alto componente artificial, pero que se ha desarrollado por sí misma al amparo de los vientos comunes de irresponsabilidad dominante y de falta de sentido práctico de la clase política. Sucedió con las elecciones, legislativas y municipales, y con el referéndum constitucional y con los que aprobaron los estatutos para Cataluña y Euskadi. A la hora de prometer, los políticos no se pararon en barras, y en lugar de enfrentar al electorado con la realidad y con su propia responsabilidad, se prefirió el camino de las fáciles promesas y el de las soluciones inexistentes. Que eso se haga en todos los países con elecciones es un pobre consuelo. Aparte de que ello no es rigurosamente verdad. Las dosis de irrealismo y de abstracción fueron aquí infinitamente mayores, agravadas por la falta de debate y confrontación y por el escapismo idealista de centrar las campañas en los eslóganes y no en los problemas concretos. Luego llegó el desencanto, la decepción y todo lo demás. Y, sobre todo, una galopante abstención que nadie ha querido analizar. Sin duda, para no tener que repensar la táctica empleada.Lo importante es resaltar que la política en España, a pesar de sus mediocres planteamientos ideológicos, se ha convertido en una especie de carrera de promesas y en un método de falsificar la realidad que, como resulta que es incómoda y difícil, nadie quiere asumir. En ese contexto, el señor Clavero, con la anuencia y, se supone, bajo la dirección del Gobierno y de su partido, repartió autonomías a diestro y siniestro y a velocidad vertiginosa. Si no recuerdo mal, aparte las de Cataluña, Euskadi y Galicia, otras once como mínimo. Gobierno y oposición se suben al carro autonómico con una alegría sorprendente y, lo que es más grave, sin un proyecto concreto y sin una dirección establecida. La táctica, si es que existió, del Gobierno fue clara: «arropar» ante los llamados poderes fácticos el proceso nacionalista vasco y catalán. Y para eso se reparten autonomías como quien lava. Por su parte, la oposición, dispuesta a encabezarlo todo (incluida alguna que otra reaccionaria huelga y la defensa de algunos intereses corporativistas y gremiales) y más preocupada por arrancar parcelas de poder, o más bien de gobierno, que por asentar las bases de una alternativa de sociedad, encuentra en las autonomías una percha donde colgar todas sus promesas. Así, por ejemplo, y sin ir más lejos, el secretario del Partido Comunista de Andalucía pudo decir el otro día sin ningún rubor que la autonomía andaluza iba a solucionar el problema del paro en aquella región...

La irresponsabilidad del Gobierno en este tema ha sido grande. Pero la oposición no le ha ido a la zaga. Que yo sepa, sólo ha habido dos políticos que, a su debido tiempo, mostraron su preocupación por cómo iban desarrollándose las cosas: Fernández Ordóñez y Felipe González. No así sus partidos, que han jugado diferentes bazas en función de la relación de poder en cada región concreta. Pero como el Gobierno tiene la sensación de que ha ido demasiado lejos, inicia un brusco sesgo que deja colgadas una serie de cuestiones que no pueden despacharse fácilmente una vez puestas en marcha y homologa, a golpe de decisión unilateral, lo que no puede, obviamente, meterse en el mismo saco. Y así no parece que se hayan medido las estelas desestabilizadoras que a estas alturas supone hacer casi borrón y cuenta nueva con las autonomías de Andalucía, Canarias y País Valenciano, y quizá también Aragón, a las que se las quiere imponer un trágala de consecuencias imprevisibles. Porque, no nos engañemos, las lecciones jurídicas sobre las diferencias entre los artículos 143 y 151 de la Constitución, y gracias a la nefasta labor antipedagógica que se ha hecho con el texto constitucional por parte de todos, no van a convencer ni a importar a nadie. Entre otras cosas, porque la política española ha acostumbrado al país a moverse por «sensaciones» y no por el examen racional de los problemas.

Lo sucedido con este tema ilustra otras muchas cosas, especialmente aquellas que se derivan de la constante improvisación y la falta de criterio político. Un ejemplo del poder y que tiene escaso parangón en todo el mundo occidental: lo que podíamos denominar como «el baile» de ministerios. Aquí, mientras llega la reforma administrativa, se crean y se suprimen carteras sin que se tenga a bien explicitar la necesidad de una cosa u otra. Lo sucedido con la de Relaciones con las Cortes, auténtico guadiana que aparece y desaparece en cada minicrisis, es suficientemente ilustrativo. Otro ejemplo: el señor Suárez es el único jefe de Gobierno de toda Europa que no se ha dignado dirigirse al país al comienzo de la década para hablar de la intensidad y profundidad de la crisis que padecemos. Y a su llegada de Washington dice displicentemente que quizá el mes que viene explique al Parlamento los motivos de su viaje... Pero, por otra parte, sería injusto decir que este tipo de vaivenes ocurren sólo en el Gobierno. Aparte de su infantil tendencia a apoyar todo tipo de reivindicación, sea o no plausible, la oposición no está haciendo gala tampoco de poseer criterios sólidos y estables. Los comunistas, entre otros, hace tiempo que deben una explicación al país en relación con su evidente cambio de estrategia, probablemente respetable, pero, en cualquier caso, muy distinta de la que tenían hace solamente un año.

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Pero el problema está en que entre unos y otros a este país y en esta hora del mundo nadie le está poniendo enfrente de su propia realidad. Los políticos juegan a ser aprendices de brujos y más tarde no saben qué hacer con las criaturas que ellos mismos crean. Se limitan a decir diego en lugar de digo. Y luego vienen las sorpresas y las negociaciones en los pasillos. Estabilizar una democracia exige rigor y respeto por los electores. Y no poner constantemente en marcha mecanismos de relojería que a larga no se dominan y siempre terminan estallando.

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