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Tribuna
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Industria e hipocresía

Nueva York es un auténtico estercolero, uno de los más caros del mundo, pintarrajeado de cabo a rabo y salpicado de ruinas corno si hubiera sobrevivido a una guerra nuclear; pero es una ciudad espléndida en su deterioro, llena de volúmenes que se disparan en todas direcciones, ciento por ciento cinematográfica. Adoro esta ciudad.Los adictos a Madrid siempre hemos encontrado la capital de España muy parecida al Nueva York dorado de los setenta. Sin embargo, Estados Unidos me recuerda cada vez más a la España de los cincuenta. Salvando las diferencias culturales y económicas (enormes), existe en el aire la misma kafkiana sensación de oscura intransigencia de hace 30 años en la España de Franco, el mismo miedo, la misma dificultad para hablar de la realidad, la misma atroz paradoja, la misma autocensura cruel y a veces el mismo humor para evitarla.En Ishtar, una película horrenda con Warren Beatty y Dustin Hoffman al frente, Beatty le imprecaba a una avioneta que volaba sobre su cabeza: "l fuck you twice"; de este modo se cagaba en la avioneta dos veces diciendo la palabra fuck una sola vez. Porque, entre las delirantes reglas de las que se sirve la Motion Picture Association of America (MPAA, responsable de aplicar las distintas calificaciones a las películas de inmediata exhibición), la palabra fuck sólo puede ser utilizada como simple exclamación, nunca con una connotación sexual, y aun así -es decir, como simple exclamación- no puede pronunciarse más de tres veces si no quieres ser condenado con una R, y hay películas dirigidas básicamente al público más joven que no pueden salir a la calle con dicha clasificación. Algo parecido le ha ocurrido al director John Waters en su primer trabajo para un gran estudio, la Universal. En Cry baby, su último filme, Patty Hearst hace de guardia urbano, circunstancia que justifica con creces el uso de palabrotas; la película de Waters está dirigida a un público juvenil (el mismo de Grease) y una R podría arruinar su carrera en las taquillas. Para conseguir una calificación de PG 13, la boca de Patty Hearst tuvo también que ser silenciada por un exceso de fucks.Según la MPAA, lo peor son los verbos. Otro verbo maldito es to get laid. Estoy hablando de la película de Stephen Frears Saminie and Rose get laid, aunque en España se tituló Sammie y Rose se lo montan. Get laid significa algo así como yacer agradablemente en la cama con buena disposición para pasárselo bien. La distribuidora de Frears tuvo que retirar de la publicidad parte del título, exactamente el laid, si quería que los periódicos anunciaran la película.

Antiguamente -o sea, hace unos 25 años, en plena moda revolucionaria de los años sesenta-, conseguir una X suponía casi una ventaja, un estigma chic e intelectual; molaba y daba imagen que te excomulgaran con una X.

Eran los tiempos de El último tango en París, Midnight cowboy y A clockwork orange; todas ellas calificadas X y apreciadas justamente por sus excesos. Actualmente, este tipo de esnobismo intelectual ya no existe, y una X puede significar la muerte de una película. Hay periódicos que se niegan a incluir publicidad de un filme X y cines que se niegan a exhibirlo. Las distribuidoras acojonadas deciden en ese caso salir a la calle unrated (sin calificación), con una simple advertencia de que la película es fuerte.

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En Estados Unidos, todo son advertencias. El cuidado de la salud mental y física del ciudadano norteamericano resulta obsesivo. En el bar de un concierto de rock hay un enorme cartelón sobre la barra advirtiendo a las embarazadas rockeras que el alcohol es peligroso para la gestación. Un cartel semejante sólo tiene sentido si la embarazada, además de rockera, es retrasada mental. En las puertas de las discotecas te piden doble documentación que muestre tu mayoría de edad para beber. Una vez demostrada, te ponen una pulserita de plástico, que tú muestras al camarero cada vez que le pides una cerveza. Una de estas noches estaba especialmente invitado a una discoteca, por lo cual no pasé el control de los matones. Cuando le pedí al camarero una cerveza, me exigió que le mostrara la cadenita de plástico. Tuve que volver al guardarropa, coger mi pasaporte y una tarjeta de crédito, ir donde estaban los matones para que me dieran la pulsera de plástico y volver a la barra con la alegría de haber cumplímentado la obligada burocracía.Por muy halagador que sea que a los 38 años te confundan con un quinceañero, ¿no resulta irracional tanto trámite? Recuerdo que el año pasado, en Los Ángeles, le pidieron la documentación a Julieta Serrano y a Chus Lampreave en la puerta de un local (no bromeo; podéis preguntárselo a ellas). Entonces creímos que se trataba de una broma o que no querían dejarnos entrar, pero los porteros hablaban en serio. Como ellos nos dijeron, "it's the law".Es la ley. Sin embargo, la ley no impide que el alcalde de Washington siga ejerciendo sus funciones, e incluso prepare su reelección, después de haber sido filmado por el FBI atizándose una pipa de crack. Y que incluso sea él personalmente quien encabece la lucha contra la droga en esa ciudad. Es la ley, y yo me pregunto si existe algo más paradójico que la ley.

Pero sigamos hablando de cine. Las distribuidoras temerosas de las represalias que conlleva una X pueden estrenar la película sin calificación, pero con la advertencia de que hay tomate para que al que no le interese no entre. La realidad demuestra que estrenar "sin calificación" también puede ser peligroso, porque hay periódicos y salas que no quieren saber nada con una película unrated.

De espaldas a esta realidad, confirmada por hechos, el otro día, en el colmo del cinismo, Jack Valenti, presidente o jefe máximo de la MPAA, afirmaba a The New York Times, y se quedaba tan ancho, que su calificación nunca significaba censura, que era simplemente una guía para evitar que los niños vieran películas fuertes. Y que esta información iba dirigida exclusivamente a sus padres. O sea, que aquí nadie censura; se trata sólo de un consejo amistoso.

Puro eufemismo: las cosas hay que llamarlas por su nombre o, en caso contrario, se miente. Las palabras poseen su propio significado; qué digo las palabras: las letras también lo tienen (G, todos los públicos; PG, niños acompañados de sus padres; PG 13, gravemente peligrosa para chavales de menos de 13 años, aunque vayan acompañados de sus padres; R, muy restringida -incluso los adultos de 17 años deben ir acompañados por otros adultos-, y X, que quiere decir basura: cuidado con el director, que es un criminal). Las declaraciones de Valenti demuestran la hipocresía de la MPAA, su cinismo, su abuso de autoridad y su rechazo a todo lo relacionado con la libertad de expresión.

En el mismo artículo de The New York Times, el director norteamericano Paul Schrader (Blue collar, American gigolo, Cat people, etcétera) hablaba del sistema maquiavélico de censura de la MPAA. En efecto, ellos no cortan las películas, pero depositan las tijeras en las manos del director para que sea él quien las corte. ¿Cómo le llamará, a esto Jack Valenti: autocensura o autoorientación? Cuando un director firma con un estudio, una cláusula del contrato incluye que el autor se compromete a que la película no será X. Dependiendo del tipo de producto, te comprometes con una R o con un PG 13 si la película va dirigida al público infantil. Una vez terminada, si la MPAA considera que contiene imágenes o sonidos merecedores de una X, le dan la lista de esas imágenes (o palabras) al estudio para que el autor limpie la cinta. Y al autor no le queda más remedio que obedecer, por que lo tiene firmado en el contrato. Si después de la primera poda todavía queda algo, el estudio se hace cargo de la mutilación siguiendo los consejos orientadores de la MPAA.

Como toda censura, la que ejerce la MPAA es ridícula, irracional, hipócrita, perezosa e interesada. Películas moralmente aberrantes como Conan el bárbaro, Rambo o Atracción fatal nunca consiguieron una X. No importa que fueran un verdadero festival de sangre y violencia, o que escondieran un punto de vista absolutamente fascista; se trata de superproductos que a la industria (y no hay que olvidar que la MPAA representa a la industria) le interesa defender.

En el último mes, cuatro películas claramente no pornográficas han recibido la letra maldita: Henry, portrait of a serial killer; Wild orchideas; The cook, the thief..., y Átame. La exposición de obras maestras del fotógrafo Robert Mapplethorpe es perseguida y retirada allá donde se exhiba; existe un férreo control en las portadas de los discos y en la literatura. No se puede hablar de una ola de conservadurismo. La ola gigantesca llegó hace tiempo y se instaló concienzildamente por estos pagos. Naturalmente, hay reacciones en contra en los periódicos y en la calle, pero a mí no me parece suficiente teniendo en cuenta el enorme peligro que esto representa para la libertad en todos sus asipectos.

Yo no acepto la censura (debo estar muy mal acostumbrado) y desprecio la existencia de asociaciones como la MPAA; pero, en el caso de respetar la necesidad de una calificación orientadora para el público, el sistema adoptado por dicha asociación es confuso, escaso y perezoso. Comprendo, por ejemplo, que en el caso de Henry... -una película durísima, pero magistral- haya que advertir sobre su carácter de "bajada a los infiernos del alma humana" por si hay espectadores que no quieran hacer ese viaje, a la vez que tienen derecho a ser informados; pero resulta injusto, confuso e inexacto que la califiquen como una película pornográfica. Igualmente inexacto y confuso resulta el hecho de que Átame reciba la misma calificación que Henry..., película que admiro, pero de características completamente opuestas a la mía. Lo que los medios de comunicación y las compañías distribuidoras exigen es una ampliación del sistema de calificaciones, creación de nuevas letras más específicas y orientativas. Henry... o Átame no pueden elasificarse como películas pornográficas simplemente porque no lo son.

Mi vida ha sido siempre una paradoja, y realmente en este país me encuentro en mi salsa. A pesar de todos los problemas, El Deseo, SA, negocia en estos momentos la firma de cesión de derechos de Átame para su versión norteamericana.

Espero que este enojoso asunto no influya demasiado en la comercialización de la película aquí. Pero tengo que defenderme, aunque mi ataque no sirva de nada. Afortunadamente, mi futuro no depende de Estados Unidos. Hace 15 años perdí el miedo, y ése es un sentimiento que no estoy dispuesto a recuperar, aunque me ofrezcan todo el oro del mundo. Probablemente yo sea la última persona para juzgar mi película, pero creo que soy la que mejor puede explicar mis intenciones. La MPAA rechaza la escena de amor entre Antonio Banderas y Victoria Abril (para mi sorpresa, no tiene la menor objeción con las partes violentas del filme, que en principio era mi miedo). Yo me siento muy orgulloso de esta escena y me consta que a los actores les ocurre lo mismo. Incluso para los espectadores menos entusiastas de la película, ésta es su escena favorita.

Victoria y Antonio dan la vida en el filme a dos marginados a los que la sociedad les ha negado casi todo; sólo son dueños de sus sentimientos y de sus cuerpos. Están enamorados, y en esa escena hacen el amor con la alegría, la sinceridad y la pasión que un acto así merece. No hay sistema social que impida que dos personas sanas, jóvenes y enameradas disfruten del placer que la naturaleza les ha regalado. Afortunadamente, nadie puede robarles eso, ni siquiera Jack Valenti, con toda su Motion Picture Associaton of America.

Pedro Almodóvar es director de cine.

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