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El capitalismo de amiguetes al estilo americano

Joseph E. Stiglitz

¿Recuerdan la crisis del Lejano Oriente, cuando el Departamento del Tesoro de Estados Unidos y sus aliados del Fondo Monetario Internacional culparon de los problemas de la región al capitalismo de amiguetes, a la falta de transparencia y a la poca gobernabilidad corporativa? A los países se les dijo entonces que siguieran el modelo estadounidense, que usaran empresas de auditoría estadounidenses, que contrataran a empresarios estadounidenses para que les enseñaran el modo de manejar sus compañías. (Daba igual que, bajo el liderazgo de sus propios empresarios, el Este asiático hubiera crecido más rápido que ninguna otra región -y con mayor estabilidad- durante las tres décadas anteriores.) El escándalo de Enron le da nuevo significado a dos de los dichos favoritos de los estadounidenses: 'What goes around comes around' y 'People in glass houses shouldn't throw stones' ('Lo que circula por ahí termina siendo real' y 'Quien tenga el techo de cristal que no tire la primera piedra').

Enron utilizó extravagantes trucos contables y productos financieros complicados (derivados) para desorientar a los inversionistas acerca de su valor. Sin ningún asomo de transparencia. Usó su dinero para comprar influencia y poder, para dar forma a la política de energía estadounidense y para sortear las regulaciones.

El capitalismo de amiguetes no es nada nuevo; tampoco lo es la competencia de un solo partido. Supuestamente, el exsecretario del Tesoro de Estados Unidos, Robert Rubin, intentó influenciar al gobierno actual para que interviniera en nombre de Enron durante su ardiente disputa en India. Y había intervenido estando al frente del Tesoro cuando la supuestamente independiente mesa directiva intentó limpiar la contabilidad de las opciones accionariales de los ejecutivos senior para establecer estándares de contabilidad. Dicho esfuerzo por hacer más transparente la contabilidad corporativa fue bloqueado en parte gracias a él.

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La disposición de Estados Unidos para contribuir con miles de millones de dólares para la salvación de las líneas aéreas o para crear cárteles que protejan sus industrias de acero y de aluminio sugiere que la ideología del mercado libre no es más que un ligero disfraz del anticuado bienestar corporativo: hay que dar a quien tenga las conexiones apropiadas.

Algunos consideran que el hecho de que Enron no se haya salvado y que los problemas no se hayan encubierto demuestra la ausencia de capitalismo de amiguetes. Tengo una interpretación distinta: lo que demuestra es la importancia que tiene una prensa libre, que probablemente no puede frenar los abusos pero los puede reducir. Conforme la prensa empezó a concentrarse más en Enron, se fue haciendo evidente el número de miembros del Congreso que habían aceptado dinero de la compañía. Las contribuciones a las campañas no fueron sólo cuestión de espíritu cívico, sino también una inversión. Como muchas de las inversiones de Enron, funcionó bien a corto plazo, pero no resultó a la larga.

De todo ello, surgen muchas lecciones. Algunas están relacionadas con la política: el escándalo de Enron refuerza el problema de la reforma de la financiación de las campañas electorales y la necesidad de unas leyes aún más estrictas para la exhibición pública de dicha financiación. Las democracias se minan cuando los intereses corporativos pueden, de hecho, comprar las elecciones. El gobierno de Bush, sin embargo, se niega a hacer pública cierta información que mostraría el papel que los intereses corporativos tuvieron en la definición de la política de energía.

Otras lecciones están relacionadas con la economía, especialmente con la información en la economía. Para que los mercados funcionen, para tener los datos necesarios para una eficaz asignación de recursos, los inversionistas deben tener tanta información como sea posible. Hay conflictos de intereses inherentes: los dueños y los administradores tienen una tendencia natural a presentar una imagen tan rosa como sea posible. Las auditorías se hacen con la intención de poner límites a los abusos potenciales. ¿Pero quién vigila a los guardianes? ¿Quién hace auditorías a los auditores?

Confiamos enormemente en los incentivos. Los auditores desean mantener su reputación. Pero la interrelación entre las prácticas de consultoría y las de auditoría genera otros perversos incentivos: complacer a los clientes, a quienes no les agradan los informes desfavorables. Arthur Levitt, expresidente de la Securities and Exchange Commission de Estados Unidos, se dio cuenta del conflicto: la integridad de las firmas de auditoría podría verse comprometida debido a que en su seno muchos se fijan sobre todo en sus intereses a corto plazo. Él es quizá el héroe desconocido de toda esta debacle. Pero las firmas de auditoría y sus clientes -no es para sorprenderse dada la intriga que surgió- atacaron globalmente su propuesta de separar la consultoría de la auditoría.

Lo que Levitt comprendió, y lo que la debacle de Enron muestra claramente, es que los incentivos importan, pero que unos mercados sin grilletes quizá no proveen por sí mismos los incentivos adecuados. Es posible que los mercados no ofrezcan incentivos para la generación de riqueza; quizá ofrecen incentivos para esa clase de trucos sucios que Enron buscó. La nueva economía y sus complicados nuevos instrumentos financieros acentúan los problemas de los marcos contables fiables; hacen más fácil el ofuscamiento. El medio corporativo estadounidense, en lugar de afrontar los asuntos, les da sistemáticamente la espalda, ayudado y alentado por el capitalismo de amiguetes de estilo americano.

El tema central de nuestros tiempos es encontrar un equilibrio correcto entre el gobierno y el mercado. El statu quo argumentará que Enron es una excepción, que su deceso se debió al fraude, que Estados Unidos tiene leyes contra el fraude y que quienes violen esas leyes deben pagar y pagarán las consecuencias. Pero que

gran parte de lo que Enron hizo fue legal. Sus auditores dicen que sus prácticas centrales estuvieron dentro de la ley, que miles de empresas hacen lo mismo.

Tienen razón, y ése es el problema. Los inversionistas necesitan tener la seguridad de que la información recibida refleja adecuadamente la situación económica de una empresa. Hoy día, en el actual medio regulatorio y legal, con derivados y otras obligaciones fuera del estado de cuenta, no hay forma de que los inversionistas obtengan tal seguridad. Necesitamos mejores modelos y leyes más fuertes. Aunque nunca podremos prevenir todos los abusos, podemos lograr los incentivos correctos.

Podemos intentar inculcar mejores modelos éticos. Pero no podemos confiar en ellos cuando a tanta gente le parece que las puertas giratorias no tienen nada de malo. Ellos dicen que controlan los conflictos de intereses, pero nosotros vemos que pueden controlarlos para satisfacer sus propios intereses. Pero incluso conforme la evidencia de tales abusos se torna visible, se van abriendo nuevas jurisdicciones para el abuso, como la derogación estadounidense de la ley Glass Steagall, mediante la que se separaba a la banca comercial de la de inversión.

Una y otra vez, asistimos a las consecuencias del exceso de desregulación, de los mercados sin grilletes. Ahora debemos resistir la tentación de irnos al otro extremo. El reto consiste en saber alcanzar el equilibrio.

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