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La venganza y el mayordomo

Javier Marías

Durante una reciente y breve estancia en Nueva York me sucedió una de las dos cosas que los europeos más tememos en osa ciudad: quedé atrapado por espacio de media hora en el ascensor de un rascacielos, entre el piso 25 y el 26. Pero no quiero hablar del miedo que pasé ni de la justificadísima sensación de claustrofobia que me hizo chillar (lo confieso) cada pocos minutos, sino del individuo que viajaba conmigo cuando el ascensor se paró y con quien compartí esa media hora de confidencia y temor. Era un hombre de aspecto atildado y circunspección extrema (en situación tan apurada, él sólo gritó una vez, y cesó en cuanto supo que habíamos sido oídos y localizados). Parecía un mayordomo de película y resultó ser un mayordomo de la vida real. A cambio de alguna información incoherente y dispersa acerca de mi país, él me contó lo siguiente mientras esperábamos en el amplio ataúd vertical: trabajaba para un adinerado matrimonio joven compuesto por el presidente de una de las más famosas e importantes compañías americanas de cosméticos y su recién adquirida mujer europea. Vivían en una mansión de cinco pisos; se desplazaban por la ciudad en una limousine de ocho puertas y cristales velados (como la del difunto presidente Kennedy, puntualizó), y él, el mayordomo, era uno de los cuatro criados a su servicio (todos de raza blanca, puntualizó). La afición favorita de aquel individuo era la magia negra, y ya había logrado hacerse con un mechón del cabello de su joven señora, cortado mientras ella sesteaba en un sillón una tarde de sumo verano y sumo sopor. Todo esto lo contaba con gran naturalidad, y mi propio pánico me hizo escucharlo con relativa naturalidad también. Le pregunté por qué había cortado cruelmente aquel mechón, si es que ella lo trataba muy mal."Aún no", respondió, "pero antes o después lo hará. Es una medida de precaución. Además, si algo sucede, ¿de qué otro modo podría vengarme? ¿Cómo puede vengarse un hombre hoy en día? Por otra parte, la práctica de la magia negra está muy de moda (is very fashionable, dijo) en este país. ¿En Europa no?". Le dije que creía que no, con la excepción de Turín, y le pregunté si no podía hacer algo con su magia negra para que saliéramos del ascensor. "Lo que yo practico sirve sólo para vengarse. ¿De quién ,quiere usted que nos venguemos, de la compañía constructora de ascensores, del arquitecto del edificio, del alcalde Koch? Puede que lo lográramos, pero eso no nos haría salir de aquí. No tardarán". No tardaron, en efecto, y, una vez recuperado el movimiento y una vez llegados a la planta baja, el mayordomo me deseó buena estancia en su ciudad y desapareció como si la media hora que nos había unido no hubiera existido jamás.

Desde entonces, una de las preguntas de aquel bromista o demente (sobrio, pero demente) se ha resistido a ser olvidada: ¿Cómo puede vengarse un hombre hoy en día? Y aún más: ¿qué se ha hecho de la venganza, que tantos actos impulsó y tanta tinta hizo salir de las mejores plumas de pasados siglos? La vida de todo hombre está jalonada indefectiblemente por una sucesión de agravios. No es, por supuesto, lo único que la jalona, pero es algo que está presente en las biografías de todos y cada uno de los ciudadanos del mundo, incluidos los más poderosos, es decir, los que, a su vez, más agravian a los demás. Y cada individuo, ante cada hecho o circunstancia vivida por él como una afrenta, alimenta el deseo de la venganza, a veces sólo durante unos segundos, a veces durante una vida entera. En todo caso, no creo que exista nadie que desconozca ese sentimiento o afán. Sin embargo, la propia palabra, empleada abiertamente por mi mayordomo, me dejó estupefacto y me resultó arcaica. Ese sentimiento universalmente compartido es, no obstante, un sentimiento de lo más desprestigiado, hasta el punto de que es rarísimo, por no decir imposible, oír admitir a alguien que ha obrado de determinada manera por afán de venganza, si exceptuamos a los mafiosos y a los criminales pasionales, de cuyos hechos leemos en los periódicos. En nuestros tiempos, extrañamente, la venganza ha quedado nimbada por una aureola de primitivismo y elementalidad, cuando uno de los calificativos trillados que solían acompañarla era el de refinada; y parece como si, pese a la vigencia del sentimiento, hubiera sido proscrita de las actividades de los hombres. La cosa es aún más sorprendente si consideramos que en unas sociedades laicas, en las que Dios ha muerto para la gran mayoría de la población, no cabe el antiguo consuelo de pensar en un orden perfecto tras el advenimiento del fin del mundo, aquel orden en el que cada cual recibiría su justo castigo y todos los agravios serían pagados. En la actualidad no caben los aplazamientos escatológicos, las cuentas deben quedar saldadas aquí y ahora, y ahora quiere decir antes de la muerte del ofensor, pues una muerte que ya no acarrea la condenación eterna o un buen purgatorio no basta como venganza si esa muerte es -como suele llamarse- natural. ¿Acaso la sociedad española se ha vengado de Franco, modelo de máximo ofensor? No lo creo: a lo sumo, se ha vengado de los que estuvieron con él y quedaron para ver lo que vino después, pero no de él, que no quedó y no lo vio.

Las habituales necedades del refranero español han contribuido a disuadir de la venganza a los hispanohablantes, como si no hubiera exquisitos manjares que deben comerse fríos. De ello era, sin duda, bien consciente Casanova, quien en su opúsculo Il duello descartaba una mediación que le evitara batirse con razonamientos nada acalorados: "...pero él sabía cuál era de ordinario la costumbre de los mediadores: todos, por máxima preliminar, más favorables al ofensor que al ofendido; siendo tal la malignidad de la naturaleza humana., que goza siempre del mal acaecido, y por ello se ve siempre llevada a favorecer a quien lo ha hecho, riéndose para sus adentros de quien ha sufrido el ultraje y tratando de disminuirlo con razones sofisticas, bajo el especioso pretexto del bien de la paz". Esa naturaleza humana no ha cambiado en los dos siglos transcurridos desde que el veneciano escribiera estas frases.

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Pero si, pese a todo, la práctica de la venganza parece estar casi proscrita en nuestros tiempos y sociedades, no sólo por las leyes, sino también por la costumbre -aún es más: si parece algo a, lo que se ha renunciado semivoluntariamente y, por ende, un logro de la civilización-, el sentimiento o afán de venganza sí sigue. existiendo y, por tanto, la ejecución o cumplimiento de ese afán tiene que haberse delegado en algo o en alguien. La justicia es el máximo candidato. La justicia se ha hecho cargo de la venganza, lo cual significa que tal vez la ha anulado, pero a costa de englobarla, de asumirla, de incorporarla. En principio opuestas, la venganza y la justicia han ido entrando cada vez más en colisión, demostrando con ello su proximidad progresiva y su ocasional confusión en el entendimiento de los individuos o de la colectividad, como desde hace mucho testimonia el lenguaje, que llama "tomarse la justicia por su mano" a los más flagrantes casos de venganza. Lo cierto es que la mayor parte de las veces que un sujeto o un grupo grita a vez en cuello "¡queremos justicia!", lo que en realidad están haciendo es pedir que la justicia se amolde a la que ellos desean en ese momento, es decir, están clamando venganza. Nada más natural, por poner un ejemplo próximo, que el deseo de venganza de los asistentes al entierro de las recientes víctimas de ETA en Zaragoza, pero cuando esos asistentes pedían unánimemente "¡pena de muerte, pena de muerte!", habría que preguntarse si lo que querían decir no era más bien "¡ojo por ojo, diente por diente!". De ser así, encontraría normal que lo quisieran decir, y que lo dijeran, de hecho, mucho más conveniente que involucar en su justa ira a todo, un cuerpo de leyes y solicitar la reimplantación de una pena que la mayoría de los españoles quiso expresamente abolir.

Que la práctica directa de la venganza esté, asimismo, abolida -como parece- sería una bendición. Ahora bien, en un tiempo en el que ya no puede confiarse en la justicia divina, en el que la famosa dilación de la humana es cada vez mayor (dos lustros de espera para el espíritu de Agustín Rueda), como mayores son los costes de cualquier pleito o querella y -esto, por fortuna- mayor la exigencia de pruebas para condenar a nadie, pero también mayores las dificultades para demostrar lo que a veces no es demostrable (las afrentas privadas y sin testigos, las violaciones, las vejaciones legales, los abusos de poder ejercidos por el poder, los avasallamientos "no constitutivos de delito" ni tan siquiera de falta, los desprecios y el caso omiso de los más débiles), sería lógico que ese sentimiento o afán no sólo no se viera abolido, sino que afán en aumento. ¿Y cómo puede vengarse un hombre hoy en dia?, preguntaba el mayordormo de la reina de los cosméticos en aquel ascensor detenido. Él, bromista o demente, al menos tenía. las ideas claras y no confundía.

No sé si es cierto que la magia negra "está muy de moda" en América ni si llegará a estarlo en Europa (Turín aparte). Lo que si me parece cierto es que en nuestras sociedades la ejecución de la venganza ha sido delegada en la justicia y, si acaso, en el azar. Entre estas dos opciones insatisfactorias me parece preferible potenciar la segunda: mientras nadie pida que se haga la justicia que cada individuo o grupo pretenda en cada momento, celebraré que muchos deseen ardientemente que la casualidad, o las vueltas de la vida, o lo imprevisible, o como quiera llamársele, hagan por nosotros el trabajo sucio que antiguamente se solicitaba de la providencia o se encomendaba a una espada o a un puñal. Antes que llegar a oír, confundidos, "¡pena por ojo, diente por muerte!", creo preferible, incluso,, que nos dediquemos a cortar los cabellos de los durmientes o -más modestamente en nuestro continente- a cruzar los dedos y tocar madera para que a todos nuestros ofensores les ocurra lo peor y hallemos así el aplacamiento y la reparación.

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