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Educar ciudadanos

"Esto es un problema político, no académico". Con estas palabras explicaba Celso Almuiña las críticas vertidas sobre el proyecto de decreto para la enseñanza de las humanidades en la Educación Secundaria Obligatoria (ESO) (El Norte de Castilla, 6 de noviembre de 1997). "Mucho me temo que la mayor parte de estas opiniones [críticas] están dictadas ante todo por motivos políticos, tanto en el caso de los partidos nacionalistas como en el de los partidos de la oposición", añadía Julio Valdeón en Historia 16 (número 260, página 3).Porsupuesto que es así y que, además, no puede ser de otra manera. Lo específico de la enseñanza de la historia en la escuela es que tiene que perseguir simultáneamente dos objetivos: formar un individuo y educar un ciudadano. Y si el primero es un obetivo de naturaleza académica, el segundo es de naturaleza política. De esta distinta naturaleza y de la necesidad de dar respuesta simultáneamente a ambos a través de la enseñanza de la historia de España es de donde viene el problema. Por eso no puede ser resuelto por una comisión de expertos, por muy sabios que sean y por muy equilibrada que sea su composición desde todas las perspectivas imaginables.

A través de la enseñanza de la historia el adolescente no sólo debe obtener unos conocimientos sin los cuales su formación como individuo estaría coja y su futuro desarrollo intelectual seriamente comprometido, sino que debe también aprender a interiorizar las ficciones explicadoras y justificadoras de su convivencia ciudadana.

Ambos objetivos están inseparablemente unidos en la enseñanza de la historia de su país. Por eso la historia de España no es una asignatura más. La enseñanza de la historia tiene que servir para que el estudiante aprenda a situarse en el mundo como individuo y en su país como ciudadano, es decir, como un ser humano que comparte, con cualquier otro ser humano del planeta, una dignidad común, pero que comparte con determinados seres humanos, con sus conciudadanos, algo más, bastante más, que esa dignidad humana común. La vida de los seres humanos descansa en ficciones. Esto es lo que nos diferencia de los demás individuos del reino animal. Los seres humanos no somos capaces de convivir sin inventar ficciones explicadoras y justificadoras de nuestra convivencia. ¿Por qué tiene que existir el poder? ¿Por qué unos mandan y otros obedecen? ¿Qué es lo justo y lo injusto? ¿Cómo deben ser las relaciones entre individuos de distinto sexo? ¿Qué relaciones deben darse entre el sentimiento religioso y el poder político?, etcétera. El tránsito de la coexistencia puramente animal a la convivencia humana no hubiera sido posible sin nuestra capacidad fabuladora, de inventar ficciones, que no son mentiras, sino entes de razón a través de los cuales nos explicamos a nosotros mismos y a través de la explicación justificamos la manera en que organizamos nuestra convivencia.

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Las ficciones son el fundamento de nuestra libertad. Sin ficciones podríamos vivir como los demás animales, sometidos de forma ciega al imperio de unos instintos naturales, pero no como seres humanos. Esto vale para todos los tipos de convivencia que se han dado a lo largo de la presencia humana en el planeta. Pero para la convivencia democrática más que para ninguna. Pues en las sociedades democráticas, a diferencia de lo que ocurre en las demás, no basta con que las ficciones sean aceptadas, sino que tienen que ser compartidas. La democracia exige una adhesión activa de los individuos a las ficciones en que su convivencia descansa. No hay sociedad democrática en la que los individuos puedan convivir pacíficamente de manera indefinida sin que exista un consenso sobre las ficciones justificadoras de la convivencia. A través de este consenso es como se expresa la solidaridad en la convivencia entre seres humanos, como se deermina el sentido de copertenencia a una determinada comunidad. Por eso, en las sociedades democráticas, la historia tiene que ser enseñada en las escuelas. En las sociedades predemocráticas el destinatario de las enseñanzas (en plural) de la historia era "El Príncipe". La historia era un instrumento para enseñar como adquirir y conservar el poder. En las sociedades democráticas el destinatario de la enseñanza de la historia es el ciudadano, porque el principio de legitimación democrática del poder así lo exige. La enseñanza de la historia en la escuela es una consecuencia insoslayable de la sustitución de la soberanía de origen divino del monarca por la soberanía nacional-popular y la consiguiente legitimación democrática del poder político. Por eso tiene que ser enseñada a todos y antes de que alcancen la mayoría de edad y empiecen a ejercer activamente sus derechos, en cuanto a ciudadanos, en la formación de la voluntad general.

La enseñanza de la historia es el invento de las sociedades democráticas para enseñar a los niños-adolescentes a convertirse en ciudadanos y es, en consecuencia, portadora no sólo de unos conocimientos científicos, sino también de una voluntad política: la voluntad de vivir juntos y de afirmar, a través de dicha voluntad, nuestra identidad de manera diferenciada frente a los demás. Sin afirmación de la propia identidad no hay forma de hacer real y efectivo un sentimiento de solidaridad entre los individuos que conviven, más allá de la puramente humana, que expresa de manera muy noble, por cierto, la plataforma del 0,7%.

Cuando esta voluntad política no existe de manera inequívoca, cuando es ambigua o cuando existen reservas respecto de su contenido, la enseñanza de la historia en la escuela se convierte en problemática. Pero se convierte en problemática porque lo es el fundamento de la propia convivencia. El carácter problemático de la enseñanza de la historia es la consecuencia de la ausencia de un consenso sobre las ficciones justificadoras de nuestra convivencia y la correspondiente ausencia de una voluntad política inequívoca de vivir juntos.

En los países occidentales europeos, no así en los orientales, este problema se resolvió en el tránsito del Antiguo Régimen al Estado constitucional. Por eso la enseñanza de la historia en las escuelas no es problemática. En España se avanzó pero no se resolvió. No ha habido a lo largo de estos dos últimos siglos una respuesta clara e inequívoca, generalmente aceptada, respecto de nuestra identidad nacional. No ha habido ni hay un consenso sobre las ficciones que justifican nuestra convivencia. Por eso España ha sido un país tan rico en discordias civiles. Y por eso la enseñanza de la historia de España en las escuelas resulta tan polémica.

Éste fue el problema central que se planteó en el debate constituyente de 1977-1978. Mucho se ha hablado en estas últimas semanas sobre la Disposición Adicional primera de la Constitución, pero la presencia de la historia, en el sentido más fuerte del término, en el texto constitucional está en el artículo 2. La Constitución es un compromiso entre dos interpretaciones de la historia de España que hasta ese momento se habían enfrentado de manera siempre incompatible y en momentos irreconciliable: aquélla que considera que España es una nación única y aquélla que considera que es una nación de naciones. Ése fue al mismo tiempo el compromiso más difícil de alcanzar y el que posibilitó que la obra constituyente pudiera culminar con éxito.

Pero no cerró el problema. Ayudó a plantearlo de una manera no autoritaria, y a crear, en consecuencia, las condiciones para que se le pudiera dar una respuesta, pero remitió su solución al proceso político que a partir de dicho compromiso se abría. En ésas estamos. Con muchísimas dificultades, pero con la posibilidad, por primera vez en los dos últimos siglos, de dar una respuesta no impuesta, sino consensuada, a la voluntad política de vivir juntos.

Esto es lo que late detrás de la polémica sobre la enseñanza de la historia de España, que, precisamente por eso, no puede ser resuelta a través de un decreto. El decreto de humanidades, si no es retirado, acabará produciendo unos resultados contrarios a los que pretende. En lugar de favorecer la enseñanza de la historia de España la dificultará todavía más.. Y no por el contenido del decreto, que es razonable, sino porque el uso que se ha hecho del instrumento lo hace inservible para alcanzar el objetivo que persigue. La forma en este debate es el fondo. Hacer público el contenido de un decreto sobre la enseñanza de la historia sin una negociación política previa conduce de manera inmediata a la esterilidad y, a corto y medio plazo, a hacer más difícil todavía el consenso que permita dar una respuesta razonable al problema.

Si lo que se pretende es resolver de verdad el problema de la enseñanza de la historia de España en la ESO, el contenido del decreto tiene que ser negociado con las comunidades autónomas, en general, y con las "nacionalidades históricas", en particular. Y no se puede hacer público hasta que no se ha llegado a un acuerdo entre todos. Con un acuerdo PP-PSOE no basta. Aquí no estamos hablando de pactos autonómicos, como los de 1981 o los de 1992, que suscribieron exclusivamente UCD y PSOE, en un caso, y PSOE y PP, en otro, sino que estamos hablando de qué idea de España es la que se debe enseñar a hacer suya a los adolescentes en el proceso de su educación como ciudadanos. Es un problema de naturaleza similar al del artículo 2 de la Constitución y tiene que ser resuelto como lo fue aquél. Si Adolfo Suárez hubiera hecho pública una redacción del artículo 2 de la Constitución en lugar de esperar a que se llegara a ella a través de la negociación entre todos, ¿habría podido ser aceptada?

Javier Pérez Royo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla.

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