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Efectos geopolíticos de una insurrección inesperada

Las revueltas en el Norte de África y parte de Oriente Medio están poniendo en evidencia el fin de una época de relaciones políticas de la región con Europa y Estados Unidos. El levantamiento desde Túnez y Egipto hasta Bahréin y Yemen muestra que ni los poderes dictatoriales ni la diversidad de opositores han contado con Washington o los Gobiernos europeos para sus decisiones. En el futuro, en cambio, será Turquía un elemento clave de la reforma política en estos países.

Estados Unidos y Europa mantuvieron durante décadas sus políticas hacia los regímenes locales, considerando que las dictaduras continuarían eternamente, como las pirámides egipcias. Peor aún, pese a las informaciones de las embajadas (que conocemos por Wikileaks), los poderes occidentales creyeron que los árabes eran apáticos hacia la democracia, que las formas autoritarias de gobierno eran las únicas posibles, y que, en todo caso, resultaba económicamente y políticamente rentable convivir con los dictadores.

Turquía se perfila como modelo de democracia para los países árabes en rebelión
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Desde el punto de vista económico se trataba de tener acceso fácil y previsible a los recursos energéticos y a mano de obra barata para establecer industrias. Políticamente, un mundo árabe dominado por líderes corruptos aliados de Occidente era la garantía contra el ascenso del Islam político radical. A la vez, pese a su retórica, estos líderes protegían el acuerdo geopolítico de Estados Unidos y Europa para apoyar a Israel y mantener controladas las demandas palestinas. El eje de este pacto ha estado anclado especialmente en la masiva ayuda militar de Estados Unidos a Egipto y Jordania, mientras los otros países árabes han sido cómplices con su ineficacia y pasividad.

Desde que las revueltas comenzasen en Túnez, tanto Estados Unidos como los principales países que fueron expotencias coloniales en la región dieron respuestas limitadas. Esto fue coherente con no haber visto que las condiciones para una explosión social estaban servidas: una masa creciente de jóvenes mejor educados pero estructuralmente desempleados, unas políticas económicas que generan desempleo, el aumento de los precios de los alimentos, las expectativas crecientes reproducidas por los medios de comunicación global, y unos gobiernos represivos en manos de líderes que han perdido la legitimidad de una lejana lucha anti-colonial.

El análisis de Estados Unidos y Europa era, en gran medida, una continuación de la lógica de la Guerra contra el Terror de George W. Bush y el discurso de la derecha en Europa, con su temor a que la democracia pueda acarrear inestabilidad, esta provoque movimientos migratorios "bíblicos", como ha dicho el ministro de Exteriores italiano, y eventualmente se abra la puerta a los partidos islamistas. Esta alianza implícita de intereses se completaba con el interés de Israel en mantener un statu quo en el mundo árabe que le garantizara una paz fría a cambio de continuar siendo la mayor potencia económica, militar y nuclear de la región.

Atrapados en esa explicación sobre el mundo árabe, cuando la gente salió a la calle, los gobernantes occidentales se quedaron sin palabras o en evidencia. Por ejemplo, la ministra de Exteriores francesa aconsejando al dictador tunecino como lidiar con los manifestantes, o Gran Bretaña y Bélgica vendiendo armas utilizadas en la represión. La inercia y los lazos económicos y políticos les impidieron pensar que este levantamiento podría ser la segunda independencia del mundo árabe, luego de haber conquistado hace medio siglo la soberanía pero nunca la democracia. Si esta hipótesis es correcta, la revolución actual será, además, antes nacionalista y democrática que religiosa.

Mientras que los dictadores no han hecho caso a Occidente sobre cómo debían iniciar la transición o marcharse sin matanzas de por medio, el levantamiento tomó por sorpresa a todo el mundo, incluyendo a los temidos islamistas radicales en Egipto y Túnez. En Jordania, Marruecos, Argelia y Arabia Saudí los Gobiernos se han apresurado a aumentar salarios, cambiar ministros y prometer reformas.

La incógnita es cuál será el modelo que seguirán estos países en sus transiciones. La mera prescripción occidental de volverse democráticos no es suficiente. Ante la presencia de partidos islamistas, y el peso de la religión en las sociedades árabes, los modelos a los que se mira en la región son Irán y Turquía. El primero está desprestigiado: es difícil que millones de personas pidiendo más libertad vean a Mahmud Ahmadineyad como su guía.

En el caso de Turquía, miembro de la OTAN y eterno aspirante a ingresar en la UE, hay una atractiva complejidad. Podría ser un modelo a seguir aunque tiene una tradición parlamentaria de la que carecen, por ejemplo, Yemen y Libia, países organizados sobre estructuras tribales a las que se superpuso el modelo colonial. Turquía tiene un ejército fuerte y respetado, como en Egipto, y el país se encuentra en un proceso de democratización y constante negociación interna entre seculares e islamistas. Al mismo tiempo, su diplomacia desempeña un fuerte papel regional y crecientemente global como una de las potencias económicas y políticas emergentes, junto con Brasil, India y China. Washington y los europeos deberán, inevitablemente, contar con el factor turco para renegociar su papel en la región.

Mariano Aguirre es director del Norwegian Peacebuilding Centre, Oslo.

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