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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ejecutar no es opción

La aplicación de la pena capital cuenta cada vez con menos entusiastas en el mundo

El voto reciente de la Asamblea General de Naciones Unidas por una moratoria global sobre la pena de muerte tiene, pese a no ser vinculante, gran trascendencia simbólica. Ha tenido que pasar mucho tiempo para que una resolución que no salió adelante en los años noventa haya sido votada esta vez por más de cien Estados, contra la oposición de medio centenar largo y la abstención de otros 29. El pronunciamiento de la ONU no va a liquidar la barbarie oficial, pero refleja una tendencia creciente hacia el rechazo de una aberración a la que lamentablemente todavía se aferran un puñado de países democráticos.

Incluso en EE UU, que tiene el dudoso honor de alinearse en la liga de grandes ejecutores como China, Irán, Pakistán o Sudán, las cosas discurren por derroteros alentadores. Nueva Jersey acaba de convertirse en el primer Estado en 40 años que deroga la última pena. Las ejecuciones en 2007 son las menos numerosas desde 1994. Y el Tribunal Supremo está imponiendo de hecho, de forma callada y oblicua, una moratoria nacional en su aplicación. Su próximo debate sobre el mantenimiento o no de la inyección letal abre un horizonte a la esperanza en un país de referencia, donde por ley y costumbre la pena de muerte todavía tiene predicamento.

La vigencia del castigo capital atenta contra el progreso humano. Ni puede ser considerado instrumento de una justicia que se llame civilizada ni funciona como elemento de disuasión criminal. Además del horror y la crueldad que apareja, las pruebas de ADN han venido demostrando con frecuencia su aplicación a la persona equivocada. Cada vez más ciudadanos y Gobiernos parecen percibirlo desde esta perspectiva. Por eso, más que la fluctuante aritmética de ejecuciones anuales (alrededor de 1.600 oficiales, probablemente más de 8.000 reales), cuenta el número decreciente de países que las mantienen.

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Grandes espacios mundiales, con Europa a la cabeza, son ahora territorio libre de la pena de muerte. La han abolido 89 Estados, otra decena la mantiene para delitos excepcionales y una treintena más la conserva hibernada en la práctica. Esas estadísticas, refrendadas por el voto de la Asamblea General, alimentan la esperanza en un planeta capaz de librarse de una de sus rémoras morales.

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