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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un Estado fracasado

Que Pakistán tenga un arsenal nuclear añade gravedad y alarma al asesinato de Bhutto

Benazir Bhutto dijo minutos antes de caer asesinada que arriesgaba su vida y había regresado a Pakistán porque sentía que su país peligraba. Mientras ayer se extinguían entre disturbios los ecos del entierro de la ex primera ministra, el Pentágono aseguró que el arsenal nuclear paquistaní es por el momento seguro. Y el Gobierno de Islamabad dijo tener pruebas (interceptación de conversaciones grabadas) sobre la autoría de Al Qaeda de este magnicidio que ha conmocionado al país musulmán en vísperas electorales.

El atentado terrorista ha introducido de la noche a la mañana un nuevo factor de incertidumbre en el más que precario equilibrio de Pakistán. Estados Unidos ha perdido con Bhutto la única pieza sobre la que articulaba a la vez su estrategia para una transición política que combatiera eficazmente el extremismo -tras ocho años de dictadura del desacreditado Musharraf- y el control de los acontecimientos en el vecino Afganistán. La guerra progresivamente cruenta en el país afgano, donde España mantiene 700 soldados, está en relación directa con la acusada penetración del fanatismo islamista de Al Qaeda y los talibanes en numerosas estructuras de Pakistán, su más importante base regional. La frontera entre ambos es un vasto territorio sin ley, en la práctica en manos de los fundamentalistas armados y sus predicadores.

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Que un polvorín político y social como el fracturado Pakistán -165 millones de personas, donde las instituciones civiles son irrelevantes y es muy escaso el arraigo de las convicciones democráticas- disponga de un poderoso arsenal nuclear justifica plenamente el temor internacional. Mucho más a la luz de un historial en el que el jefe científico y padre de la bomba paquistaní, A. Q. Khan, mantuvo hasta hace tres años un supermercado atómico con clientes como Libia e Irán, entre otros. Resulta difícil de creer que Musharraf, el jefe supremo, estuviera in albis respecto a ese oscuro historial del que también forman parte las notorias simpatías que sectores militares y de los servicios secretos, dos de los pilares de un Estado opaco, dispensan al islamismo radical.

Benazir Bhutto, con todo su formidable claroscuro político, regresó para intentar introducir algún grado de racionalidad en ese alarmante escenario. Ahora ya no cabe contar con su protagonismo.

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