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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

¿Estado responsable?

Los testimonios policiales aportados hasta la fecha al juicio sobre el 11-M refuerzan la penosa sensación, ya vivida en la comisión de investigación parlamentaria, de que el aparato de seguridad del Estado siempre fue un paso por detrás del activismo yihadista en España, y que si no le tomó la delantera fue por escasez de efectivos para culminar sus seguimientos, por fallos propios, burocráticos o negligentes, y, en último término, por la insuficiente valoración de los gobernantes de entonces de la amenaza que representaba.

No resulta por tanto del todo descabellada la idea que barajan algunas acusaciones: demandar al Estado como responsable civil objetivo y directo, por mal funcionamiento de los servicios públicos de seguridad, de los daños causados por el atentado terrorista. Lo que resulta no ya descabellado, sino esperpéntico, es que Ángel Acebes, máximo responsable entonces de los servicios de seguridad, y Díaz de Mera, que lo era de la Policía, sigan actuando en política como si nada de lo revelado en el juicio fuera con ellos.

No es fácil, desde luego, establecer por vía judicial la responsabilidad civil objetiva del Estado por los daños causados por un atentado terrorista, pero al menos existe un precedente: el ataque en el centro comercial de Hipercor en junio de 1987. La familia de tres de las víctimas logró una condena del Estado por esta vía, tras declarar probado la Audiencia Nacional que la policía "no hizo correctamente lo que tenía que hacer" para desalojar el centro comercial e impedir que siguieran entrando personas y vehículos.

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En el caso del 11-M son numerosos los fallos susceptibles de ser valorados por un tribunal como efectos del mal funcionamiento del aparato de seguridad del Estado, tanto en su dimensión profesional como política. Y van desde dejar sin concluir seguimientos policiales a elementos yihadistas investigados con anterioridad a la masacre del 11-M, algunos de los cuales participaron en ella, hasta la increíble pasividad policial y judicial frente a la trama asturiana de los explosivos, el descontrol en la custodia de las minas donde se obtenían y la desatención por parte de los máximos responsables políticos de los informes que alertaban de la creciente amenaza del terrorismo islamista en España.

Algunos de esos fallos han sido subsanados, pero una condena al Estado de estas características supondría un serio varapalo político, y no precisamente retrospectivo, al PP, partido gobernante entonces. Aunque más lo sería si la responsabilidad civil del Estado derivara de conductas delictivas de las fuerzas de seguridad, tal como los teóricos de la conspiración sostienen cuando hablan de destrucción y ocultación de pruebas o de complots y cortocircuitos informativos en el seno de los cuerpos policiales. Pero, como sucede con ETA, de este comportamiento delictivo sólo hay rastro en su imaginación, no en las actuaciones judiciales.

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