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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Europa y la revolución

La UE debe trocar su mezquindad por un firme apoyo a quienes luchan por su dignidad

Esta no es la Europa que requiere la revolución que está teniendo lugar en el Magreb y Oriente Próximo. Al silencio y la parálisis con que se recibieron las manifestaciones que acabaron con las dictaduras de Ben Ali y de Mubarak, en Túnez y Egipto, se suma ahora la tibieza de la reacción contra la masacre perpetrada por el dictador libio Muamar el Gadafi. Cuando un tirano lanza tanques y aviones contra los ciudadanos que lo repudian, y entre los que los muertos se cuentan ya por centenares, resulta sencillamente ignominioso que se hable de contención en el uso de la fuerza.

Los de estos días no son los primeros crímenes que comete Gadafi, pero sí los que ha perpetrado de manera más impúdica. Frente a ellos, Europa se ha mostrado más preocupada por la manera de mantener a los libios encerrados dentro de sus fronteras que por apoyar a unos ciudadanos que han tomado la palabra, y se juegan la vida, para combatir una vieja tiranía.

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Frente a esta exhibición de barbarie, no valen las cautelas del comunicado emitido por la alta representante de Política Exterior, Catherine Ashton, ni las del Consejo de Ministros europeos celebrada el pasado lunes. Conviene no llamarse a engaño: si dos países como Italia y la República Checa pudieron aguar la posición común fue, entre otras razones, porque el resto de los Veintisiete no se encontraron incómodos con el resultado final, al considerarlo aceptable. Solo que no lo es bajo ningún punto de vista, ni siquiera contemplándolo a la luz de un timorato posibilismo, y por eso la victoria de dos Estados miembros sobre el resto es, en realidad, una humillante derrota para todos.

Mientras la Alta Representante y el Consejo de Ministros desempeñaban este triste papel, la Comisión añadía más oprobio sobre Europa por boca de su portavoz de Interior, Michel Cercone. Este aseguró que la UE está preocupada por las consecuencias de las revueltas en el Magreb y Oriente Próximo en materia de inmigración. Si de verdad esta es la preocupación que embarga a la Unión en estos momentos, ello quiere decir que la burocracia de Bruselas ha perdido la capacidad de jerarquizar los problemas a fuerza de mirarse el ombligo, colocando en el mismo plano el seísmo político que sacude a una de las regiones más martirizadas del mundo y una obsesión que primero fue de las fuerzas populistas europeas y, después, de los partidos democráticos dispuestos a cualquier cosa a cambio de votos.

Pero quiere decir, además, que esta Europa de comienzos de siglo ha renunciado a distinguir entre un inmigrante y un refugiado, acosada por sus fantasmas. Ante un crimen masivo como el que está perpetrando Gadafi, Europa comete una imperdonable vileza al interrogarse sobre la mejor forma de encerrar a los libios dentro de sus fronteras, dejándolos a merced de una feroz represión. Su preocupación debería ser, por el contrario, cómo contribuir al fin de un régimen ubuesco y cómo salvar vidas humanas. De los comunicados y declaraciones oficiales no se deduce ni una cosa ni la otra, con el agravante de que, mientras los Veintisiete siguen puliendo la lengua de madera de su posición común, Gadafi recurre a mercenarios para reprimir a los manifestantes y multiplica el clima de terror impidiendo que se retiren los cadáveres de las calles.

Son incontables los errores históricos cometidos por las grandes potencias en el Magreb y Oriente Próximo por haber aceptado el dogma de que la dictadura era un mal menor en comparación con la amenaza del fanatismo religioso islamista. En realidad, se trata de dos enemigos que se han retroalimentado, y que han dejado atrapados a millones de personas a lo largo del mundo árabe en una tenaza que les privaba de libertad y de cualquier esperanza de progreso. Ahora que esos ciudadanos han tomado la palabra a riesgo de sus vidas, las grandes potencias no pueden sumar un nuevo error de dimensiones nuevamente planetarias.

Al menos, no puede ni debe hacerlo Europa, porque sería tanto como consagrar una traición definitiva a los grandes principios sobre los que quiso construir su Unión. Los ciudadanos que se han levantado, que se están levantando, contra sus dictaduras exigiendo libertad y dignidad necesitan recibir del exterior, del mundo desarrollado y democrático, el inequívoco mensaje de que su reivindicación es legítima. Y la Unión Europea no puede pronunciarse entre susurros ni hacer bandera de sus mezquinos miedos.

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