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Franco, casi un general romano

El Ayuntamiento de Guernica ha decidido retirar la medalla de brillantes y el título de hijo adoptivo de la ciudad, entre otros honores concedidos en 1966, al general Franco. La noticia, de enorme carga emocional, trasciende, por su significación, sus propios límites. Estamos en vísperas de que otros ayuntamientos democráticos, es de suponer, inicien la operación de devolver sus verdaderos y seculares nombres a miles de calles y de plazas que en todo el país recuerdan efemérides de la guerra civil y patronímicos del dictador. Lógico y, quizá, también ejemplarizador de esa historia que se quiso detener con una insensata carga de odio y de represión. Los signos más visibles del pasado que a modo de recordatorio todavía nos asaltan por doquier irán paulatinamente desapareciendo. Lo que fue el franquismo quedará eliminado del exterior. Dentro de muy poco los niños españoles sólo sabrán de Franco por los libros.No hay que ocultar, sin embargo, cierta curiosa sensación de inquietud que, al menos a algunos, estos hechos nos causan. El lavado de cara puede convertirse en una tranquilización de las conciencias. Son muchas, muchísimas, las ciudades, pueblos, corporaciones e instituciones que condecoraron y enaltecieron a Franco. ¿Todos ellos lo hicieron obligados? No vale escudarse en que el «culto a la personalidad» es propio de todas las dictaduras. Algunos pagaron con la cárcel y el exilio, o la marginación profesional y política en el interior, por resistirse a participar en esa ceremonia. Pero hay en todo este país demasiados hospitales, grupos escolares o de viviendas, colegios, instituciones benéficas, libros y artículos de prensa escritos, medallas concedidas, que cuentan las glorias y hazañas de Franco y de su régimen como para creer que todas ellas fueran dictadas bajo amenazas o presión policíaca. Demasiados signos externos y durante demasiados años como para que sea tan fácil suprimirlos de un plumazo, sobre todo si se hace como exorcismo. Además, en este momento de este país, ¿no tiene ciertas connotaciones fariseas tener que acudir a las bibliotecas para saber lo que fue el franquismo? Se supone que a estas alturas es casi un ejercicio, entre el masoquismo y el mal gusto, escribir sobre estas cosas. Nadie, salvo unos pocos fieles, quiere acordarse de lo que fueron aquellos años. El pudor, y la impudicia, nos dicen que no está bien hablar de la difusa línea divisoria que separa la complicidad y la complacencia con el anterior régimen, con los entusiasmos democráticos del presente. Nadie ha querido hablar hasta ahora, ni explicar, cuáles son los mecanismos históricos que hacen que una sociedad que se doblegó, a menudo con docilidad, a la propaganda y voluntad de la dictadura pueda dar, pocos años después, el triunfo electoral a la izquierda en las elecciones municipales de abril de 1979.

¿Qué es mejor para el futuro, olvidar el pasado o asumirlo?, ¿devolver todas las medallas ofrecidas a Franco o reconocer, y reflexionar, la alienación y el encanallamiento político colectivo que el país sufrió durante casi cuarenta años de su historia? Recuerdo una visita a Alemania Federal a finales de la década de los cincuenta. Sorprendía que algunos campos nazis de exterminio hubieran sido convertidos en museos. «Para que nunca puedan volver a suceder estos horrores.» Pero ningún alemán los visitaba. Al menos eso era lo que decía uno de los guardianes, antigua víctima de uno de esos campos. La gente, decía, quiere vivir sin que le recuerden el pasado. Estaba claro en Alemania que nadie quería asumir individualmente una culpa colectiva. Mejor entonces olvidar y recitar «el no sabíamos... ». Treinta años después, la serie Holocausto ha podido ser presentada como uña absoluta novedad. Ahora hay sólo víctimas, ningún culpable.

Para muchos, la actitud correcta es no mirar nunca hacia atrás. No pensar en un tiempo en que todos, por activa o por pasiva, sólo habla de culpables. Hay que retirar de nuestras paredes los símbolos del oprobio, quemar las fichas de los inocentes de la Dirección General de Seguridad, olvidarnos del nombre de los que las hicieron cumpliendo con la ley y con su deber. Es el primer paso para creer firmemente que la culpa, toda la culpa, fue de un solo hombre, y que el resto de los treinta y tantos millones de ciudadanos éramos únicamente espectadores. Retiremos, pues, todas las medallas concedidas por unanimidad al general Franco. Y que se tachen o se pierdan todas las actas que reflejan el acuerdo. Conseguiremos así, en lugar de sentir el vértigo de la vergüenza, la complacencia de las conciencias satisfechas. La nuestra será una historia que nunca existió. Las hemerotecas mienten: ciertas páginas jamás fueron escritas.

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Hace pocos días, un periódico madrileño, concretamente Mundo Obrero, publicaba la carta de un lector impactado por la visión de una película sobre la matanza de Atocha. Daba las gracias al realizador por haberle mostrado hechos que él desconocía «porque cuando sucedieron era demasiado joven». El quíntuple asesinato ocurrió en enero de 1977, y todavía no se ha celebrado el juicio. Como se sabe, alguno de los presuntos implicados anda suelto. Con esa capacidad para superar la historia que los españoles estamos demostrando, Franco es ya casi un general romano. Dentro de poco, su recuerdo estará solamente en polvorientas y ajenas bibliotecas. Nuestras conciencias de demócratas de toda la vida estarán, por el contrario, absolutamente limpias. El futuro no tiene nada que temer.

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