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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Ya no hay dictador

Director de «Cuadernos para el Diálogo»

Fue Pinilla de las Heras, allá por la década de los sesenta, quien definió España como una sociedad diacrónica. Es decir, que el observador podría encontrar en su examen de la realidad tantos motivos de esperanza como de pesimismo. El momento del franquismo, por aquel entonces ya en franca decadencia (o en franca «evolución», tema éste de capital importancia escasamente analizado), permitía una serie de análisis en relación con el futuro del que podían extraerse conclusiones muy dispares. Para la izquierda, cuyo exponente más visible era el Partido Comunista, el régimen era una fruta en descomposición a punto de caer. Para la derecha, y para cierta sociología, el desarrollo económico y la paulatina flexibilidad de la dictadura en ciertos aspectos (por ejemplo, una permisibilidad tendente a convertir la represión en selectiva) iban sentando las bases de una sociedad basada en las clases medias no sólo conservadoras al uso occidental, sino de alguna manera depositarias de muchos rasgos sociales insuflados por el franquismo a través de su larga permanencia en el Poder. Se definió después esta situación como «franquismo sociológico», distinguiendo la clase política detentadora del Poder de un entorno social aparentemente muy alejado, de aquélla pero con pautas de comportamiento, en el terreno cultural especialmente, pero sin olvidar otros campos, de matiz netamente fascistoide o al menos nada democráticos.

Años después, y en el largo y difícil camino de construcción de una sociedad civil democrática, la polémica podría muy bien renovarse. Por lo pronto cabría insistir en la esencial diacronía de la sociedad española. Efectivamente, hay tantos datos en nuestro presente que justifiquen un moderado optimismo como razones para no sentirse especialmente entusiasmado con unas perspectivas de futuro donde parecen querer cristalizar, perpetuándose, muchas de las rémoras, que definieron la sociedad franquista.

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Hace algo más de un año, exactamente el 15 de junio de 1977, parecía que el régimen anterior había sido barrido por los resultados en las urnas, quedando únicamente Alianza Popular como fuerza residual del pasado a tener en cuenta.. Políticamente este hecho parece irreversible, y es hoy impensable la vuelta al Poder del autoritarismo, al menos utilizando métodos democráticos. Junto a este hecho, que ha alineado España a su medio geográfico natural, Europa, es cierto que el camino andado ha sido enorme. Para darse cuenta no hace falta más que examinar desapasionadamente lo que era este país hace solamente tres años, todavía en vida del dictador. Ni siquiera los maximalismos pueden negar esto. ¿Cabía pensar en septiembre de 1975, el mes de las, ejecuciones, en partidos políticos legalizados, en libertades ciudadanas, en la Generalidad de Cataluña, en una Constitución democrática y en la Pasionaria presidiendo una sesión de las Cortes? Rotundamente, no. La ruptura era, como el tiempo se encargó de demostrar, una quimera. Lo cierto es que con sus contradicciones, ambigüedades, timideces y sobresaltos, España es hoy un país políticamente más progresista que, por ejemplo, Francia, y, dejando aparte el problema de la estabilidad (como es lógico, todavía débil), el régimen que salga de la aprobación de la Constitución será equiparable a los de Europa occidental. Estos son los hechos y como tales tienen que ser aceptados positivamente.

Ahora bien, ¿agota este análisis la realidad actual? ¿El avance político, indudable, ha sido acompañado de otro tipo de avances paralelos? No me refiero al plano económico-social. Es obvio que el sistema capitalista no se siente seriamente amenazado, ni siquiera por la izquierda, y aunque se haya modernizado y obligado a acatar ciertas reglas de juego políticas (legalización de los sindicatos de clase, derecho de huelga, etcétera), la estabilidad en este campo es absoluta y no tiene otros vaivenes que los derivados de la coyuntura que en este momento,, como todo el mundo sabe y padece, es mala. Pero entre la política, a la que se puede dar el aprobado, o incluso un notable, y la economía pululan una serie excesivamente amplia de datos negativos que enlazan sin solución de continuidad con la España del franquismo hasta tal punto de que en ciertos terrenos básicos nada parece haberse movido. Y lo que es más grave, parece existir cierta tendencia a solidificarse. En realidad contemplamos, primero cautamente, pero cada día que pasa de manera más desafiante, el resurgir de actitudes y comportamientos que en los días que siguieron al 15 de junio parecieron replegarse, aceptando una derrota electoral que sólo un año después parece no haber existido. Muchos «acobardados» entonces alzan ahora la cabeza en la seguridad de que sus intereses no corren el más mínimo, peligro. No se acomodan al presente aceptando las reglas del juego democrático, sino entronizando en éstas sus caciquiles privilegios. Basta para percatarse de esto con hacer un pequeño recorrido por las élites de la España rural y por ciertos ámbitos económicos y políticos de las grandes ciudades.

Otro ejemplo: la corrupción. Lo más abyecto de las dictaduras es su capacidad de corrupción: Pues bien, la corrupción en España sigue intacta y se perpetúa en la democracia con hábitos y pautas de comportamiento directamente heredados del sistema anterior. Y no me refiero sólo, ni siquiera principalmente, a los grandes escándalos financieros, sino a esa palpable ausencia de valor cívico que hace que algunos diputados cobren, y además legalmente, tres sueldos diferentes a cargo del Estado, a profesores que no van a clase, a profesionales sin escrúpulos, a obreros que engañan al seguro de desempleo, a la existencia de mafias caciquiles, a la frecuente inmoralidad de las burocracias administrativas, al fraude continuo, etcétera. En realidad, ética y moral pública son dos valores tan en desuso en la democracia como en la dictadura, y un espeso complot de silencio y complicidad sigue cubriendo un país que, salvo quizás el caso de Italia, no tiene en este aspecto rival en Europa. La democracia no ha sabido exigir ser mejor ciudadano, y eso, de cara al futuro, puede ser una ausencia gravísima, de consecuencias irreparables, mucho más partiendo de la aceptación social de que la corrupción es algo inevitable, normalizado y normalizable.

Pero éstos no son, ni mucho menos, los, únicos datos pesimistas. Habría que hablar del evidente emerger del gremialismo en el seno del movimiento obrero, donde incluso las centrales sindicales democráticas parecen favorecer el sindicalismo de rama frente al de clase, siguiendo así los caminos del sindicalismo norteamericano y alemán (los más reaccionarios de Occidente), arrojando en la realidad por la borda esos principios marxistas de los que tan celosos guardianes se muestran a la hora de los principios programáticos. Si algunos teóricos de los que tanto se han preocupado por el abandono de términos tales como «leninismo» o «marxismo» hubieran analizado unas cuantas huelgas de los últimos meses tendrían, sin duda, muchos más motivos para escandalizarse... En cualquier caso, el resurgir del gremialismo no hubiera sido posible sin la concienzuda siembra franquista del corporativismo.

Los rasgos preocupantes del presente podrían multiplicarse. Hay otros, como la situación de la cultura, que quizás requieran capítulo aparte. Baste por hoy apuntarlo con una afirmación simplificadora: desde los años cuarenta, la cultura española no conocía una etapa peor. Ni nunca había estado en tal peligro de extinción ni de ser absorbida por inanición en un contexto tal de mediocridad y atonía intelectual y científica. Si España política y económicamente se acerca a Europa, culturalmente seguimos en el más mezquino subdesarrollo. Con un agravante respecto al franquismo: no hay perspectivas de futuro, por lo menos a corto y a medio plazo.

Entonces, a la hora de juzgar el momento que vive el país, ¿cuáles son los rasgos a retener?, ¿poder acudir a las urnas y elegir gobernantes, o las tiradas de periódicos y libros?, ¿los mítines políticos o la capacidad de investigación y de creación? ¿La inexistente moral pública ciudadana o la pluralidad política? Seguimos, pues, en la diacronía. Pero ahora sin la esperanza de que la muerte del dictador haga posible el cambio. Ahora no hay, por suerte, dictador. Sigue, sin embargo, su herencia.

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