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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Fines y medios

El objetivo no es impedir la participación electoral de Batasuna, sino la disolución de ETA

La estrategia de acoso policial, ilegalización judicial y negativa a la negociación aspiraba a que se produjera algo como lo que ha ocurrido: que el brazo político de ETA rompiera con su pasado de instrumento de la estrategia terrorista y se comprometiera, por su propio interés, a impulsar la desaparición de la banda. Es de momento una declaración de intenciones, pero su contenido es bastante similar a lo que se les venía exigiendo desde la democracia, y precisamente con el argumento de que pasasen de las palabras a los hechos: que se dotaran de unos estatutos que no se limitaran a una condena genérica de la violencia, sino que rechazaran el terrorismo de ETA en concreto, y que incluyera una adhesión explícita a los principios democráticos.

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Se trata por tanto de un paso importante para alcanzar el objetivo compartido por los demócratas, que es conseguir que ETA desaparezca; algo que solo se podría alcanzar de dos maneras: deteniendo a todos sus miembros e impidiendo que otros les sustituyan; o bien, creando las condiciones para que su brazo político les convenza de que abandonen la violencia. Esta segunda es más realista, y, por ello, lo peor que podría hacer la democracia ante este paso del entorno de ETA sería transmitir el mensaje de que, hagan lo que hagan, nunca podrán volver a ser legales.

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Al revés: hay que dejar claro que está en su mano recobrar la legalidad si hacen lo que deben, incluyendo despejar las incógnitas y dudas sobre su actual posición en relación con ETA. Tales dudas serán inevitables mientras ETA siga presente y, por ello, Batasuna debería ser la primera interesada en avalar su rechazo de eventuales crímenes futuros con la condena de los ya cometidos; y en aclarar si su renuncia a seguir siendo instrumento de la estrategia de ETA significa desistir de la pretensión etarra de condicionar su retirada definitiva a una negociación de su programa rupturista.

Mientras subsistan esas dudas, es lógico que los tribunales de los que depende la inscripción del nuevo partido se aseguren del significado del compromiso contraído. Pero también conviene precisar con realismo el alcance del riesgo asumido, evitando exageraciones. Es poco verosímil suponer que tras el pulso en curso solo haya una simulación de enfrentamiento entre ETA y Batasuna que cesará tras la legalización. Y frente a los apremios contrapuestos para que el tribunal decida con criterios de oportunidad política, conviene dejarle trabajar sin presiones ni precipitaciones: la fortaleza de la democracia española no depende de que la izquierda abertzale se presente o no en mayo.

La ilegalización de un partido asociado a una banda que durante decenios ha asesinado a los rivales de ese partido no fue un recorte de la libertad, sino una defensa de la igualdad de oportunidades electorales. Y la eficacia de la política antiterrorista tampoco se mide porque se impida o no esa participación. Lo que está en juego es mucho más importante.

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