_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Juan en Hyderabad

No pude resistir la tentación de tomar el rickshaw. Entiéndase, un rickshaw de motor, porque mi débil salud moral no me permite tomar la variante de pedal, que también se da en la India. En esencia, se trata de un rickshaw montado sobre un scooter, muy semejante a aquellos trepidantes motocarros cuya circulación por las calles de Madrid fue prohibida, con sumo acierto, por el Ayuntamiento. Provistos de una capotilla de hule negro, cuentan con un asiento para dos personas, pero eso no quita para que tratándose de nativos sea ocupado al menos por cuatro o cinco. La capota y el chasis son utilizados con frecuencia como soportes de una publicidad fija / móvil, pero mi rickshaw-scooter había notablemente prescindido de semejante complemento para atender tan sólo al buen servicio del usuario. En la parte de atrás de la capota tan sólo decía: "Computer designed for perfection". Sin duda que se refería al cacharro.Para tomar el rickshaw tuve que engañar al portero del hotel, demasiado ávido de buscarme un taxi, incapaz de comprender que semejante cliente acepte otro medio de transporte. Le dije que prefería pasear y tuve que recorrer el jardín y doblar la cancela para ganar la calle, pues estaba totalmente prohibida la entrada de los rickshaw en el recinto hotelero. El viaje desde Banjara Hills hasta Charminar (Cuatro Torres), en el centro de la ciudad vieja, duró casi una hora, en un mediodía de mucho tráfico, pero si se tiene en cuenta el factor dinámico bien se puede asegurar que duró un minuto o un año. No lo sé, pues ni el reloj ni el calendario sirven para las sensaciones. Fue un viaje de sobresaltos y emociones inéditas, con el corazón en un puño y temiendo siempre lo peor. El conductor hindú no concede ninguna preferencia de paso, el espacio lo gana metiendo el morro o la rueda a golpes de claxon y audacia, las trayectorias opuestas y enfrentadas se alteran sólo milímetros antes de la colisión, y el peatón, el ciclista o el colega han de buscar su seguridad por sí mismos, sin esperar la menor indulgencia por parte del vehículo que se les viene encima. Si a eso se añade -y por lo mismo que en un rickshaw de dos asientos caben cuatro o cinco nativos- que en una calzada doble se pueden juntar cuatro filas de vehículos diversos, amén de todo el peatonaje, es fácil tener una somera idea de las emociones recibidas en un viaje en rickshaw de una hora. Un viaje con todos los sentidos ocupados y saturados, incluso el del tacto -y cualquier otro sexto de definición variable-, en una situación de riesgo permanente, y sin embargo, con la convicción de que no puede pasar nada. Porque es tal la multitud que no deja espacio para el acontecimiento o el accidente.

Cuando al fin eché pie a tierra en Charminar tuve la misma impresión infantil después de una vuelta en el tiovivo, el güitoma o la montaña rusa; una mezcla de alivio y anhelo de repetición, una cierta añoranza del vértigo con los pies en el suelo y la tierra todavía dando vueltas, una cierta incapacidad para la palabra y la idea con la cabeza ocupada aún por la confusión. Era quizá la mejor disposición para deambular por aquel abigarrado barrio de comerciantes en torno a las tres puertas de la calle de Sardar Patel, el eje de la ciudad vieja; para no llenarse de asombro ante las tiendas de perlas, quincalla, rosquillas, calderos, sedas o especias; ante la multitud de mendigos, tullidos, santones y, en medio de la turbamulta, durmientes. La mejor disposición para observarlo todo y no demostrar interés por algo en particular, a sabiendas de que lo que iba buscando no lo había de encontrar.

Y de repente le vi. Allí estaba, en un punto un tanto esquinado de uno de esos puestos donde tienen entrada las representaciones -en la modalidad cromo- de todas las divinidades de la India, desde la bailarina de numerosos brazos hasta el bebé con cabeza de elefante y trompa ladeada, como para rascarse el pecho teniendo sus cuatro manos ocupadas con diversos cornetines. (Se diría que las divinidades de la India han de contar con numerosos attachés -que dicen los franceses- para compensar la falta de ellos que ofrece la población civil y elevar la media hasta un coeficiente razonable). Allí estaba, entre los 30 millones de deidades de que consta el panteón hindú, entre todos los Siva, Visnú, Parvati, Ganesh, Krisna, Kali y su interminable etcétera de avatares, codeándose también con los dignatarios políticos de nombre imposible. Tocado con aquel bonete hendido que popularizara Nehru y vestido con la casaca de color pálido y alzacuello enterizo, su apacible sonrisa (su inconfundible sonrisa, con los labios cerrados e hinchados) y su mirada de socarrona incredulidad, acentuada por sus elevadas cejas, había logrado instalarse en el panteón hindú sin perder un solo destello de su madrileña condición. Era él, no cabía duda, transportado una semana después de su muerte al panteón hindú gracias a uno de esos insondables misterios de las religiones sinoiquistas. Por supuesto que al instante desaparecieron de mi entorno las perlas, sedas, calderos, rosquillas y mendigos, y todo Hyderabad quedó reducido al cromo de Juan García Hortelano, una coloreada pose con su expresión más natural. Mi primer impulso fue adquirir sin regateos la pieza, por unas pocas rupias, y traérmela a Madrid; pero tras una breve reflexión, la piedad y el respeto se impusieron a la fiebre del descubrimiento. Hasta me pareció un gesto un tanto sacrílego, pues en Madrid el cromo tan sólo despertaría un cierto asombro para acabar en un cajón, y si es que se trataba de una pieza única o casi agotada mi precipitación podía despojar al panteón hindú de su más simpática -y sin duda más inteligente- deidad. Estaba bien donde estaba, a la vista del peatonaje de Sardar Patel, que así podía disfrutar de la plácida expresión del hombre más grato que España ha dado en el siglo y que, por eso y por otras cosas, ha sido elevado a los altares de la India.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Luego, habiendo renunciado a su adquisición, di en reflexionar sobre el carácter metafórico del descubrimiento. Sobre un Juan deificado en Oriente sin haber movido un dedo para ello, como nunca movió un dedo en busca de su propio provecho; sobre un Juan rodeado de diosecillos metamórficos -unos se ciñen corona y guirnaldas, otros se idiotizan bajo un árbol en un patio, otros se elefantizan, algunos multiplican sus brazos para insinuarse al poder, los más descarados se empeñan en buscar el triunfo- que sabe mantener una constante actitud de aceptación de la historia, la misma con que un día en el aeropuerto del Prat nació a la luz pública, con las manos hundidas en los bolsillos si no sostenía un vaso de ginebra (Larios) con tónica, los labios hinchados y las cejas elevadas. Sobre un Juan que desde el cromo parece repetir su latiguillo preferido: "Da lo mismo". Da lo mismo ser dios en Hyderabad que novelista en Madrid. "Da lo mismo, María, pero déjame que lo cuente yo". Sobre un Juan que habría contado el viaje en rickshaw -que sin duda realizó para llegar a tiempo a Hyderabad- con aquella finura de detalle que, como la música de Chopin, se perdió para siempre con él. Un Juan que, contrastado a la más insolente policromía que pueden ofrecer las artes gráficas, parecía una vez más pregonar la elegancia de los colores neutros. Pues me temo que en los numerosos obituarios que se han publicado tras su muerte -los más de los cuales no podían pasar por alto la mención de una bondad a prueba de todas las zancadillas- se ha olvidado resaltar su elegancia. Una elegancia doble -o triple o cuádruple- por cuanto todo en su persona hacía presagiar a ese Sancho Panza que empero, en los momentos de prueba, demuestra tener un espíritu tan pulido como el del escuálido caballero. Ahora no me arrepiento de haber renunciado al cromo -y allí ha quedado en un tenderete de Sardar Patel, cerca de Charminar, según se baja hacia el puente a la izquierda-, porque tarde o temprano tendría que enterarse de quién era el sosias. Y, como es comprensible, prefiero con mucho abundar en las numerosas hipótesis que facilita la incertidumbre para, entre otras cosas, respetar y tener presente su constante lección narrativa: "Da lo mismo, María, pero deja que lo cuente yo".

Juan Benet es ingeniero y escritor.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_