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Garzón, la derecha y el franquismo

Josep Ramoneda

El juez Garzón ha decidido poner nombre a los crímenes del franquismo: crímenes contra la humanidad. Y la derecha se ha puesto histérica. La primera función del juez es tipificar los delitos, es decir, identificarlos. Si algo raro hay aquí es que 70 años después del triunfo de la rebelión militar ningún órgano judicial hubiera querido o podido ni siquiera ponerles nombre. Algo repara Garzón con su última extravagancia.

Los aduladores y detractores del juez Garzón varían según la circunstancia. Los que ahora tratan de ridiculizar sus últimas actuaciones le ensalzaban como un héroe nacional cuando eran los socialistas los que estaban en su punto de mira. Garzón es un personaje peculiar, sin duda. Pero a estas alturas ya le conocemos todos. Sobre su personalidad exhibicionista o su carácter narcisista se han dicho un montón de vulgaridades. En un mundo en el que mandan el oro y la insolencia algún rasgo caracteriológico particular hay que tener para enfrentarse con determinados delitos. Y a Garzón debemos que el GAL no quedara impune, que la presión sobre el entorno judicial de ETA haya llevado a esta organización hasta la asfixia, que no todos los mafiosos vivan tranquilos, que Pinochet sufriera un arresto y unas detenciones que no reparan sus crímenes pero ponen a su imagen en su sitio, y así sucesivamente. Algún coraje se necesita para estos desafíos en un mundo que está pagando estos días las consecuencias de una gran quiebra moral de buena parte de sus élites.

La derecha española no acepta que tiene raíces en el franquismo
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Sin duda, la actuación de Garzón contra los responsables de los crímenes franquistas es discutible desde un punto de vista jurídico, con solventes argumentos a favor y en contra. Sin duda, se puede preferir mirar el dedo -los trámites- que la luna -los crímenes del franquismo- y ridiculizar el hecho de que Garzón haya pedido verificación de la muerte de Franco. Es curioso, sin embargo, dicho sea al paso, la asociación de figuras que Esperanza Aguirre hizo: Franco y Napoleón. Nunca Franco llegó tan alto ni Napoleón tan bajo. Pero políticamente, en la medida en que este país no ha querido, hasta el día de hoy, afrontar la realidad de los crímenes de la dictadura, la decisión de Garzón merece por lo menos consideración. Así lo han entendido algunos medios de comunicación extranjeros para los que es difícil comprender el temor reverencial al franquismo que la derecha ha impuesto a este país. Y que ha impedido que España elaborara el duelo de aquel período.

De todos los argumentos contra la acción de Garzón respecto a los crímenes franquistas, el más ridículo de todos ellos es el que le acusa de abrir heridas felizmente cerradas. Es una falsifi-cación interesada de la realidad, que hay que relacionar con el intento sistemático de la derecha de hacer una lectura de la transición con un solo objetivo: blanquear el franquismo. Las heridas del franquismo nunca han sido cerradas. Simplemente, han sido tapadas. Este tipo de heridas sólo se cierran si un país las afronta abierta y lealmente, con voluntad de comprensión y con generosidad. Aquí no ha habido luto. Aquí simplemente lo que hubo durante la transición fue una amnistía, reforzada con un compromiso tácito de amnesia, arrancado bajo el chantaje del ruido de sables y del riesgo de un golpe de Estado. Las relaciones de fuerzas impusieron una amnistía que era humillante para los demócratas: sus delitos cometidos durante el franquismo -la inmensa mayoría de los cuales no lo hubieran sido en una sociedad democrática- fueron amnistiados al precio de aceptar la impunidad para los crímenes del régimen franquista. A eso, por generosidad de la izquierda se le llama reconciliación. Una reconciliación que lo menos que se puede decir es que fue bastante poco equitativa.

Otro de los argumentos detrás de los cuales le gusta parapetarse a la derecha es el de la simetría. Hubo crímenes por todas partes: por el lado de los republicanos y por el lado de los rebeldes. Hasta aquí nada que objetar. Sólo que no vale olvidar todo lo demás. Que los rebeldes se levantaron contra un régimen democrático legalmente constituido. Que las atrocidades del lado republicano se terminaron con la guerra y fueron cruelmente sancionados por el nuevo régimen o pagadas con el exilio por los que pudieron escapar. Y que las atrocidades del franquismo siguieron practicándose durante la legalidad que ellos instalaron, con y sin simulacros judiciales. Con lo cual la simetría se desploma rápidamente.

Una de las virtudes que tiene la acción de Garzón es que mucha gente se va a retratar. Porque aquí el problema no es una decisión judicial que en cualquier caso llega tarde y que todos sabemos que no irá más lejos de una reparación simbólica. El problema es la relación entre la derecha española y el franquismo. O más precisamente: la incapacidad de la derecha española de aceptar que tiene raíces en el franquismo y que éste forma parte de su tradición. En España desgraciadamente escasea, a derecha e izquierda, la tradición liberal. La derecha española se ha movido casi siempre de la mano de la Iglesia y de los militares. La realidad es así. Y por mucho que la derecha quiere disimularlo la historia no va a cambiar. La tradición política e ideológica de la derecha española pasa por el franquismo. El PP proviene de AP, un partido surgido del franquismo que consideraba demasiado renovadores a los dirigentes de UCD, muchos de ellos salidos también de las familias franquistas. Éste es el gusano del que la derecha sale, por metamorfosis, convertida en un partido democrático de amplio espectro como es el PP. Negar esta evidencia sólo indica escasa voluntad de separar en su propia familia el grano democrático de la paja franquista. Los líderes democráticos del PP deberían ser los primeros en aceptar esta realidad de la historia de la derecha española. Porque entonces perderían el miedo a que se señalen los crímenes del franquismo. Y ganarían la legitimidad democrática del que reconoce lealmente los desmanes del pasado. El PP dejaría así de ser un partido bajo sospecha. Si no lo hacen es simplemente porque piensan -o saben- que la cultura del franquismo todavía anida en una parte de sus electores y tienen miedo a molestar. Este miedo se vence fácilmente con convicción democrática. Y hay gente en el PP que podría ejercerla ya. Y entonces sí se habrían acabado los fantasmas y podríamos hablar del pasado libremente, sin prejuicio alguno.

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