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OPINIÓN
Columna
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Genocidas

Ramón Muñoz

Andan a la greña los juristas sobre el proceder del juez Baltasar Garzón por abrir un proceso contra los criminales del franquismo. Dejando al margen la suerte que corra el magistrado, llama la atención la porfía paralela que se ha montado sobre la prescripción de los crímenes contra la humanidad, pues a nada que se aticen en Google los magnos personajes de la historia, uno no encuentra sino una interminable dinastía de genocidas. Y, ¿quién los juzgó?

La propia historia está escrita al dictado, cuando no directamente por la pluma de sus grandes carniceros. Sus crímenes, lejos de condenarse, son sometidos luego a un impenitente revisionismo por los historiadores nacionales (y nacionalistas), bajo el dogma infalible de que los genocidas que ganaron nuestras guerras se convierten automáticamente en conquistadores y héroes, dejando si acaso a los perdedores el atributo de criminales.

Salvo pervertidos, nadie duda de que Hitler, ese irrisorio cabo de la I Guerra Mundial, fuera un malhechor sanguinario que condujo al mundo al horror. Pero seguro que tacharían de lunático al que dijera lo mismo de Napoleón, ese corso enano y resentido que, en nombre de la revolución, ahogó en sangre a Europa entera. ¿Acaso el pequeño cabo -como también llamaban sus soldados a Bonaparte- no se proclamó legítimo salvador de Occidente e invadió la gélida Rusia, donde nada se le había perdido, dejando millones de muertos a su paso, como un siglo y medio después hiciera el caudillo del Tercer Reich? Y, sin embargo, no puedes andar dos manzanas en París sin ver su nombre o el de sus mariscales en algún letrero, monumento, o en la etiqueta de un vino o un coñac. ¿Imaginan que los vinos del Rin tuvieran la denominación de Goering o Himmler?

Estoy convencido de que la historia es un mero relato de crímenes de lesa majestad, desde la desaparición de los neandertales a manos de los homo sapiens hasta la última masacre tribal de Ruanda. Entre medias, alguien descubrió el fuego, la trigonometría, el arco de medio punto o la física cuántica. Pero el cemento que da consistencia a la historia del hombre está hecho de sangre y cuerpos descuartizados.

"No a la guerra", gritaban los ingenuos contra Bush (y Aznar) cuando las tropas estadounidenses invadían Irak produciendo algún que otro daño colateral (muertos) entre la población civil. ¡Menuda novedad! Ocho siglos antes, Genghis Khan arrasó la ya entonces Persia musulmana -actuales Irán, Irak, Afganistán y varias repúblicas ex soviéticas-, con el asesinato en masa de poblaciones enteras (niños incluidos) como las de las bellas Samarcanda o Bujara. Hoy es el héroe nacional de Mongolia, le han erigido una estatua de 40 metros de altura y su efigie está en todas partes, desde billetes hasta latas de cerveza.

El fundador del Imperio Romano, Julio César, masacró a decenas de miles de galos y esclavizó a otros tantos, por mucho que los franceses se empeñen en revisar su memoria histórica con esa patraña animada de Astérix y Obélix. Stalin asesinó al menos a 10 millones de compatriotas, la mayoría honestos comunistas y fieles combatientes del Ejército Rojo. Hoy su foto está manchando las calles de Moscú gracias al nuevo nacionalismo de Putin y los suyos. Es inútil negarlo. El genocidio es nuestro pasado. Y hay serias dudas de que no forme parte de nuestro futuro.

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Sobre la firma

Ramón Muñoz
Es periodista de la sección de Economía, especializado en Telecomunicaciones y Transporte. Ha desarrollado su carrera en varios medios como Europa Press, El Mundo y ahora EL PAÍS. Es también autor del libro 'España, destino Tercer Mundo'.

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