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OPINIÓN
Columna
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Hacer el amor

Hay artículos que se piensan, pero no se escriben. Este artículo lo llevaba rumiando mucho tiempo. No lo abordaba porque temía ser malinterpretada. Tampoco sé ahora si me interpretará justamente, pero este agosto he sentido la necesidad de escribirlo. Fue la suma de varios momentos. Una noche programaron en televisión Los puentes de Madison. Es una película que he visto varias veces; sin embargo, pude comprobar que fuimos muchos los solitarios que, huyendo de la ordinariez televisiva, nos entregamos de nuevo a una de las más románticas historias del cine: la que viven un ama de casa de una granja de Iowa y un fotógrafo de National Geographic. No hay espectador sensible que no entienda la atracción que surge entre dos seres tan ajenos: la mujer del campo y el cosmopolita; la esposa atada a su familia y el hombre libre. No hay espectador que no contenga el aliento cuando esa pareja baila en la cocina una canción de Dinah Washington, sin atreverse aún casi a entregarse a las caricias, sabiendo como saben que su amor será corto en la realidad y largo en el recuerdo. Varias fueron las personas cercanas que me hablaron de la película: una anciana de ochenta años, que en la soledad de su casa se puso en la piel de esa otra mujer, Francesca, para vivir ese regalo, que no todas las mujeres han tenido, de disfrutar un gran amor, aunque sea fugaz; un muchacho me comentó cómo le había emocionado la historia, cómo había comprendido a esos dos seres que se aman conscientes de que en la vida no siempre se hace lo que se quiere, sino lo que se debe. Para este joven, el hecho de que tanto Meryl Streep como Clint Eastwood se encontraran, en ese momento, más allá de la cincuentena no le rebajaba un ápice la potencia romántica de la historia. Un actor me habló, recuerdo, de la reticencia de nuestros directores a las grandes emociones, y un director, por su parte, me dijo que soñaba con hacer alguna vez en su vida una historia romántica, sin complejos. A todos nos había conmovido esa pareja que baila una de las canciones más conmovedoras de la historia del jazz: You don't know what love is. El único comentario vulgar sobre Los puentes de Madison, por cierto, lo leí en algún periódico: la anunciaban como la gran película de un cineasta (Eastwood) que, a pesar de ser conservador, sabe contar historias de gente común. Ah, la tontería mil veces repetida: los que no son como tú no pueden ser inteligentes o sensibles. Tras la noche eastwoodiana, huyendo de nuevo de la tele ordinaria, vi un programa de cine. Anunciaban uno de los estrenos españoles de la temporada. No atendí demasiado a las explicaciones del director, pero disfruté la siguiente escena: un joven delincuente y un quinqui retirado filosofan con una copa en la mano; de pronto, el campo de visión se amplía y se descubre un bonito pastel: dos señoritas prostitutas están de rodillas practicándoles a nuestros héroes una felación (dos). Si no hubiera sabido que era una película que va a estrenarse en estos días, podría haber pensado que se trataba de alguna otra que ya he visto y no recuerdo bien. Son tantas las felaciones que me ha brindado el cine español en los últimos años que sólo me cabe pensar que los directores (casi todos son hombres) tienen alguna compulsión que no saben controlar en el campo de la ficción. O tal vez es que piensan, inocentemente, que una escena como esa puede atraer al público a las salas. O puede que no hayan reparado en que para escenas de folleteo evidente están, al alcance de cualquiera, esos canales porno que nos permiten mirar la cosa sin un argumento sólido y sin rodeos. Lástima que las historias en el cine, más allá del porno, traten, fundamentalmente, de los rodeos, de los rodeos que dan las personas para acercarse a otras, atraer la atención de alguien, de los rodeos que tienen que dar para declararse, de las dificultades de propiciar un encuentro, de la imposibilidad de tocarse, del deseo que ha de reprimirse, de la fuerza que ejerce sobre los seres comunes (nosotros) la fidelidad, del cariño, de la ternura que tiene más poder que el sexo a palo seco, de lo que dice una mirada, o una mano sobre otra. Hace años pensaba que la incontenible tendencia de los directores a poner a las mujeres a cuatro patas o de rodillas en las escenas sexuales estaba motivada en gran parte por una especie de trauma sexual, el lastre de la represión franquista, pero ahora mi teoría se ha hecho pedazos viendo cómo hay una especie de rijosismo juvenil heredado en una generación que ha crecido con la misma libertad sexual que pueda tener un noruego y para la que Franco es un personaje histórico. Por alguna razón eluden la peripecia sentimental, como si no tuviera prestigio, y la sustituyen por el sexo explícito, en muchos casos grosero, y, por tanto, molesto. El aquí te pillo-aquí te mato es tan frecuente en el cine español como infrecuente en la vida real. Recuerdo aquella frase de Robert DeNiro en La chica del gánster: "Yo no follo, yo hago el amor". El amor se hace de muchas maneras, lo difícil (lo saben los grandes) es contarlo bien. Y los espectadores españoles están ávidos de sentimientos, porque el folleteo y la ordinariez la tienen a diario. En la tele, ¡y gratis! -

Fuimos muchos los que, huyendo de la ordinariez televisiva, disfrutamos viendo 'Los puentes de Madison'
Hay una especie de rijosismo juvenil en una generación que creció con la libertad sexual de un noruego

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