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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Hitler y el enano de decoración

Veinte años después de la caída del Muro, en Alemania el pasado sigue presente. Pero debe evitar dos consecuencias: la burocratización y la trivialización de la barbarie convertida en mera experiencia estética

El día 9 de noviembre hace 20 años, la caída del Muro y la consiguiente unificación del país fue un acontecimiento de gran calado simbólico que escenificaba el definitivo fin del tan debatido Sonderweg (camino particular) alemán en la historia contemporánea, cuyas contradicciones habían desembocado en el nacionalsocialismo, la guerra, el Holocausto y la partición.

Sin embargo, 20 años de la tan ansiada normalidad no han borrado los horrores del pasado. Al contrario, la guerra, la dictadura y Auschwitz siguen presentes en la cultura política del país, y esto hasta unos límites que para observadores no alemanes a veces pueden rayar en lo ridículo. Aquí sólo un ejemplo: en el pasado verano, la fiscalía de Nuremberg abrió diligencias contra un artista que había producido para su venta un típico enano de decoración o gnomo (Gartenzwerg) con un brazo en alto, realizando el saludo hitleriano. En Alemania, la exhibición pública de símbolos de organizaciones proscritas está prohibida por ley. El artista, que no daba crédito de lo que estaba pasando, se defendió diciendo que había querido ridiculizar al régimen nazi. Fue necesaria la intervención pública de la ministra de Justicia para recordar que estas diligencias no son ridículas, sino preceptivas en el marco de la legislación alemana.

El recuerdo de las víctimas del comunismo de la RDA ha generado una "competencia de víctimas"
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No puede haber normalidad en Alemania sin la asunción de la culpabilidad

Este fuerte arraigo de la memoria de 1939/45, que acompaña a los festejos del 9 de noviembre, es el producto de una larga lucha contra la tentación del olvido y del borrón y cuenta nueva que se instauró entre los alemanes y buena parte de su clase política nada más terminar la guerra. Sus promotores fueron, en primer lugar, unos cuantos fiscales, abogados y jueces liberales que en la década de los sesenta durante los tres grandes juicios contra los criminales de guerra de Auschwitz hicieron desfilar, en circunstancias a menudo dramáticas, a más de 600 testigos que narraban con todo lujo de detalle las atrocidades cometidas por el régimen a todo telespectador dispuesto a aguantarlo.

Así, el horror penetró por primera vez con toda su crudeza en millones de hogares alemanes. A los juristas les siguieron historiadores y otros intelectuales y escritores liberales y de izquierda que, a partir de los años setenta, aportaron nuevos conocimientos sobre la dictadura no solamente en sus publicaciones, sino también en grandes debates públicos con amplio seguimiento mediático. Series documentales o telefilmes como el drama made in Hollywood Holocausto consiguieron cotas de audiencia descomunales.

La sorprendente, por no prevista, postración del nuevo canciller socialdemócrata Willy Brandt ante el monumento a las víctimas del gueto judío en Varsovia en diciembre de 1970 dio alas a estas tendencias y acabó con una política oficial que había preferido ahuyentar a los fantasmas del pasado con el bálsamo del pago de las reparaciones e indemnizaciones millonarias y una decidida política europeísta, antes que enfrentarse a este pasado con todas las consecuencias.

Así, por fin, se encontraban la política oficial y las iniciativas académicas, periodísticas y culturales en el mismo esfuerzo por recuperar el pasado del nacionalsocialismo sin tabúes y transmitirlo a las nuevas generaciones. Durante las últimas dos décadas, varias grandes polémicas públicas -como la generada en torno a la exposición itinerante sobre los crímenes de la Wehrmacht en los frentes del Este- han mantenido viva la llama de la memoria.

Sin embargo, esta sólida consolidación de la memoria histórica del nacionalsocialismo en la cultura política alemana también ha provocado críticas. Sus autores, que se vieron favorecidos por la llegada del democristiano Helmut Kohl a la cancillería en 1982, construyeron su discurso alrededor del nuevo paradigma de la normalidad. Ya en 1986, el historiador Ernst Nolte se lamentó en un artículo periodístico que levantó ampollas, de la permanente presencia de la memoria del nacionalsocialismo en la cultura política de su país. Una nación, según Nolte y acólitos, no puede vivir de forma equilibrada y normal sin una identidad y confianza en sí misma. Hurgar permanentemente en las heridas y avergonzarse de esta historia propia no permite construir esta identidad nacional sana, lo que condena a los alemanes a vivir en una situación de anomalía y crisis continua.

Doce años más tarde, el escritor Martin Walser aprovechó su discurso de agradecimiento en la histórica Paulskirche de Frankfurt, donde se le otorgó el prestigioso Premio de la Paz de la Asociación de Libreros Alemanes, para ahondar en estos argumentos. Walser confesaba que muchas veces miraba al otro lado cuando en la televisión se mostraban por enésima vez las horrendas imágenes de los campos de concentración, y eso no por no aguantar el impacto emocional, sino por puro aburrimiento. El escritor no negaba la realidad del pasado nacionalsocialista, pero exigía que este pasado y su memoria quedara recluido en la conciencia personal e individual de cada cual, en lugar de formar objeto de una escenificación ritualizada en público.

La unificación alemana, sorprendentemente, favoreció este discurso conservador. El recuerdo de las víctimas del comunismo de la RDA ha generado, con palabras de Ernst Piper, una "competencia de víctimas" en la memoria colectiva alemana: las víctimas del régimen nacionalsocialista compiten ahora con las víctimas del régimen comunista y esto permite transformar la interpretación de la culpabilidad: los alemanes dejan de ser sólo los culpables de los crímenes del nacionalsocialismo, ya que también -aunque de forma indirecta- han sido sus víctimas en una dictadura que fue consecuencia de la guerra.

Este debate continúa hoy día cuando Alemania celebra la caída del Muro. En él subyace una pregunta clave que genera respuestas muy enfrentadas: ¿puede la culpa prescribir? Es un debate complejo en el que, a mi juicio, existen dos desafíos, o, si se quiere, dos peligros. Uno es el canto de sirena de la normalidad mal entendida y, el otro, la rutinización de la memoria. Ningún individuo nace en el vacío, siempre nace y se socializa en un contexto histórico de larga duración. Es la relación con este contexto, la interacción crítica con él, la asunción del mismo y, en ocasiones, el deseo de cambiarlo, lo que nos convierte en ciudadanos.

El pasado, por definición, nunca es selectivo, porque sus experiencias siempre conforman una totalidad que nos condiciona. Sólo el abandono de la tentación de construir una memoria selectiva, sesgada, permite vivir "con normalidad". Dicho de otra manera: no puede haber normalidad en Alemania sin el recuerdo activo de 1939/45, sin el reconocimiento de los crímenes cometidos y sin la asunción de la culpabilidad.

Por otra parte, tenía razón Walser al denunciar las tendencias de rutinización de la memoria de la guerra y del Holocausto. La presencia masiva del horror nacionalsocialista en la cultura política de Alemania es buena y necesaria, pero debe evitar dos consecuencias: una, la de la burocratización y del aburrimiento, y la otra, la de la trivialización de la barbarie a través de su conversión en una mera experiencia estética. La monumentalización del horror también puede llevar a que lo que queda al final no es más que la fascinación por el horror monumental. Auschwitz ya no generaría impacto emocional y reflexión intelectual, sino tan sólo morbo. En estos días, cuando Alemania recuerda con merecida alegría la caída del Muro hace 20 años, la molesta presencia del antes mencionado polémico enano de decoración no deja de ser un hecho saludable, siempre y cuando esta polémica no se reduce a una mera anécdota más o menos graciosa. La memoria del 9 de noviembre (de 1989) quedaría mutilada sin la memoria del 1 de septiembre (de 1939), digan lo que digan los abogados de la anestesiada normalidad.

Ludger Mees es catedrático de Historia Contemporánea, Universidad del País Vasco.

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