_
_
_
_
_
OPINIÓN
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Cuando Hollywood pierde la cabeza

De Quentin Tarantino a Martin Scorsese, los gigantes del cine americano parecen decididos a retomar el tema del nazismo y, como si se tratara de un gran juego macabro, forjar su propia realidad

El año pasado fue Malditos bastardos, de Quentin Tarantino, en la que Hitler no moría en Berlín, sino en el incendio de un cine parisiense, y unos freedom fighters judeoamericanos escalpaban a los nazis que capturaban, y a los que dejaban en libertad les grababan una cruz gamada en la frente; el sargento Donnie Donowitz, alias El Oso Judío, jugaba al béisbol con las cabezas de sus víctimas, y el mismo Hitler aparecía como una especie de Gran Productor que hubiera extendido las fronteras de su estudio a Alemania y a Europa. Y el realizador, cuando le pidieron que explicara el sentido último de su película, no tuvo empacho en afirmar que para esos ángeles exterminadores antinazis, cuyas "abuelas" europeas se habían visto "impotentes" cuando vinieron a "llamar a sus puertas" por primera vez, el tiempo había pasado y "la hora de la venganza" había "sonado". Tarantino, por supuesto, seguía siendo Tarantino. Gracias al cielo, el autor de Pulp fiction y Reservoir dogs no había perdido un ápice de su genialidad. Aun así, era difícil no preguntarse lo que retendría de semejante película un adolescente medianamente informado de California, Minnesota o, incluso, de la vieja Europa. Y resultaba imposible no ver la clase de desbarajuste que esta película engendraría inevitablemente en el orden de la verdad, a pesar o, en realidad, a causa de su talento: ¿el antinazismo como una respuesta de los nietos a la humillación de las abuelas?, ¿la guerra de 1939 como réplica de la de 1914?, ¿y quién sabe, después de todo, en qué condiciones murió Adolf Hitler?, ¿quién sabe si no murió de esa sobredosis de cine narrada y "puesta en abismo" por la película? Dado que los hechos, a medida que avanza la narración y su puesta en escena, se convierten en esa materia bruta que el gran espectáculo tarantiniano engulle, regurgita y acaba por borrar, ¿por qué la muerte sin imágenes en el oscuro búnker berlinés no iba a terminar cediendo su lugar a esa muerte escenificada, orquestada, producida en una obra genial? Es una palabra que puede parecer tan cargada de corrección política que inspira cierto temor, y sin embargo... En las alegres, pero macabras, bufonadas de Malditos bastardos subyacía un verdadero peligro de revisionismo.

En las alegres, pero macabras bufonadas de 'Malditos bastardos' subyacía un verdadero peligro de revisionismo
Hay quienes piensan que, como la fábula rige el mundo, la realidad sólo debería ser una modalidad de la ficción

Hoy es el turno de otro gigante del cine norteamericano, Martin Scorsese, de adueñarse de ese material altamente inflamable que es la historia del nazismo -y de hacerlo, mucho me temo, asumiendo una responsabilidad del mismo orden-. Tampoco en este caso es el talento lo que está en cuestión. Ni la trama de esta Shutter Island que mezcla, con un virtuosismo apabullante, referencias a Hitchcock, Samuel Fuller, Vincent Minnelli y a la desconocida Isla de los muertos, de Val Lewton y Mark Robson. Pero ¿qué pensar, de nuevo, de la identificación implícita de Guantánamo con los campos de la muerte? ¿Qué pensar de esta isla del Diablo, situada en el corazón de Estados Unidos y en la que se supone que la Administración ha reciclado a algunos antiguos criminales nazis después de la guerra? ¿Y Dachau? ¿Qué decir de esas imágenes de un Dachau al que se confunde alegremente con Auschwitz, al colocar en su frontispicio el célebre Arbeit Macht Frei? ¿Qué pensar de esos osarios en los que unos muertos coloreados nos miran con ojos de muñeca de cera, o de plástico, y regresan a lo largo de toda la película, como un terrible leitmotiv, para atormentar al protagonista? ¿Y cómo no sobresaltarse, finalmente, con ese plano en el que Leonardo DiCaprio, en su vagabundeo por los subterráneos del hospital psiquiátrico en el que se supone ha de investigar, abre por error la puerta de la cámara de gas vacía y ve las alcachofas de las duchas? Por un trávelin apenas más insistente que se cerraba sobre la mano alzada de Emmanuelle Riva, que acababa de morir electrocutada en las alambradas del campo del que intentaba escapar, el desventurado Gillo Pontecorvo se ganó, hace casi 50 años, "el más profundo desprecio" de Jacques Rivette en un artículo de Cahiers du Cinéma que lo obsesionaría hasta su muerte. Pontecorvo fue condenado al ostracismo, casi se convirtió en un maldito, por un plano, uno sólo: ese famoso "trávelin de Kapo" cuyo esteticismo fue juzgado "obsceno" por todos los que, antes y después de Rivette, creyeron en el famoso aforismo de Godard -que, por otra parte, se lo tomó prestado a Luc Moullet- sobre los trávelin como "cuestión de moral". ¿Y vamos a dejar pasar, sin reaccionar, esos apilamientos de cadáveres con colores acidulados, mucho Photoshop y efecto lifting que parecen directamente salidos de una puesta en escena de Jeff Koons? ¿Vamos a dejar que se ahonde el precipicio del no-tiempo en el que se ve edulcorado, amañado, "efectoespecializado" y computarizado precisamente todo aquello de lo que, desde los comentarios de Claude Lanzmann sobre La lista de Schindler, sabemos que no hay imagen posible?

La verdad es que el nazismo se está convirtiendo en una especie de nuevo campo de juegos en el que se divierten los bad boys de un Hollywood cuyos moguls, similares al Dios de Berkeley que renueva a cada instante su creación, parecen haber decidido que les corresponde a ellos decretar, a cada minuto, lo que es real y lo que no lo es. Mejor aún: es uno de esos self-services, ni más ni menos tabú que otros, en el que se surten quienes han escogido pensar que, como la fábula rige el mundo, la realidad no debería ser más que una de las modalidades de la ficción. El arte sale ganando con ello. La memoria, no. Y menos aún esa moral que requeriría de una nueva nouvelle vague para recordarnos que sigue siendo, y más que nunca, asunto del cine.

Traducción: José Luis Sánchez-Silva.

Brad Pitt, en un fotograma de la película <i>Malditos bastardos,</i> de Quentin Tarantino.
Brad Pitt, en un fotograma de la película Malditos bastardos, de Quentin Tarantino.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_