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Tribuna:
Tribuna
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Inicio de curso

Hoy, por una vez, no hablaré de educación. Al menos, directamente. Hablaré, en cambio, de un inicio de curso político cargado de expectativas y con algunas decisiones por tomar que marcarán el devenir de Catalunya y España en un futuro a medio y largo plazo.

Repasémoslas. Primera y más significativa, hace algo más de un año que el BOE y el Diari Oficial de la Generalitat, por primera vez el mismo día, hicieron vigente el nuevo Estatut d'autonomia de Catalunya. Por tanto, estamos en los albores de su despliegue y progresiva aplicación. Es temprano para sacar conclusiones, como algunos pretenden, pero es obvio que no será un recorrido ni fácil ni sencillo. La cuestión de fondo la resolverá el Tribunal Constitucional (¿cuándo?), pero ya han aparecido las primeras, y previsibles, dificultades: concreción de traspasos lenta y laboriosa, aprobación de leyes y decretos sectoriales de dudoso respeto estatutario, mantenimiento -en un tono más contenido- del clima que Jordi Pujol (La Vanguardia, 1 de agosto) describió con precisión quirúrgica como la desconfianza y hostilidad en relación a Catalunya y a sus "pretensiones". A veces parece que nos digan: "Ya tenéis Estatut, ¿ahora no querréis aplicarlo en serio, verdad?".

En segundo lugar, la denominada "crisis de las infraestructuras" ha puesto de relieve las contradicciones inherentes a un largo periodo de fuerte crecimiento económico y demográfico en Catalunya, sin disponer de la imprescindible planificación y ejecución de las inversiones que lo deberían haber precedido y acompañado. Ahora todos los proyectos están a punto o en marcha, pero requerirán tenacidad, rigor y continuidad en el esfuerzo para recuperar el tiempo perdido y ponernos al día.

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Lo más interesante a retener, sin duda, es la clamorosa evidencia de la oportunidad y la justicia del planteamiento que sobre esta cuestión se incluyó en el Estatut. Menos mal que tenemos la famosa disposición adicional 3ª (la del 18,8% del PIB), aunque la redacción no fuese lo bastante precisa. ¿Se imaginan lo que sería hoy el mismo debate sin aquella cláusula?

La tercera reflexión, ligada en parte a la anterior, gira alrededor de la estrecha relación que se da hoy entre la evolución política española y sus efectos en Catalunya. Las próximas elecciones generales, con todo el juego de posibles alianzas pre o post electorales, están a seis meses vista y una cosa está clara: la "cuestión catalana", las posiciones y compromisos que unos y otros adopten en relación con Catalunya, serán tan o más decisivos que los que, como siempre, se planteen en relación con el País Vasco. Y lo serán en un doble sentido: los resultados en Catalunya influirán decisivamente, pero este mismo debate alrededor de la cuestión catalana será también piedra de toque en toda España.

En este escenario, el primer acto nos ofrecerá un buen espectáculo muy pronto. La elaboración de los Presupuestos del Estado para 2008 obligará a revelar una de las incógnitas más importantes del despliegue del Estatut: ¿qué interpretación se da al compromiso de inversión estatal en Catalunya? Lo que se acabe incluyendo en la Ley Presupuestaria ¿será el resultado del exigible diálogo institucional de Gobierno a Gobierno entre Catalunya y España que el Estatut exige, convalidado a conciencia por la mayoría parlamentaria que se deriva de forma natural? ¿O más bien dependerá del juego incierto de acuerdos puntuales y apoyos interesados de los diferentes grupos parlamentarios? ¿Es imaginable que se incorpore a los presupuestos una interpretación estatutaria votada, por ejemplo, por los grupos del PSOE, PNV y Coalición Canaria, pero sin el acuerdo de los tres partidos que componen el Govern de la Generalitat, ni del primer partido de la oposición catalana?

El panorama, pues, está suficientemente claro, que no quiere decir fácil. Se trata de saber si el pacto estatutario, con todas las limitaciones y defectos que se le quieran atribuir, es un pacto sólido, aplicado con lealtad y voluntad común de despliegue integral con un horizonte de veinticinco años como mínimo. O si, tal vez, estamos ante un nuevo episodio de tira y afloja, de contabilidad escasa y balance bien migrado.

¿Vuelven los mejores tiempos del peix al cove, de la influencia en la "gobernabilidad" española como máxima ambición catalana? ¿Asistiremos al penoso espectáculo del progresismo español atemorizado y condicionado por una derecha vociferante y amenazadora que juega a fondo la carta de todos los miedos, empezando por el de la "unidad de España en peligro?".

La única respuesta a estos y otros interrogantes es muy simple: es Catalunya quien debe to-

mar la palabra, quien debe marcar con claridad el rumbo del viaje. Es a nosotros a quienes nos corresponde elegir un camino claro y explícito que España entienda y acabe admitiendo con mayor o menor grado de coincidencia, con más o menos entusiasmo. Es hora de hablar claro: de demostrar que Catalunya sabe ser país, que somos tan solventes como leales en el marco de una Constitución común, pero también tan firmes como intransigentes en el despliegue de un Estatut entendido como su prolongación natural. Es decir, recuperando el pacto original de la Transición y el reconocimiento de la plurinacionalidad que le dio legitimidad.

Ahora bien, ya no se trata de seducir o convencer. Se trata de formular una posición clara y ganarla sin más límites que los principios democráticos compartidos y asumidos como propios.

Las opciones son conocidas y están bastante definidas:

a) La "conllevancia" orteguiana, tan bien gestionada por Jordi Pujol durante 25 años, el mal menor de la eficacia puntual, la negociación siempre abierta, el apoyo concedido o negado para la formación de gobiernos o mayorías parlamentarias, sean del signo que sean, en Madrid.

b) El soberanismo exigente y pacífico, convencido de la inutilidad de cualquier posible pacto o acuerdo estable con España. Desde ese punto de vista, sólo el planteamiento explícito de un eventual proceso de independencia (antes, Quebec; ahora, Escocia) podría dar resultados positivos medidos en poder y recursos.

c) El reconocimiento del más alto grado de autogobierno de Catalunya en tanto que sujeto político pleno dentro del conjunto plurinacional español y la nueva y común patria europea. Un reconocimiento compatible con el marco constitucional debidamente actualizado y con la más coherente lectura federal de la propia Constitución y de nuestro Estatut.

La condición de sujeto político pleno implica la de su sistema de representación y Gobierno: partidos plenamente soberanos, capacidad de propuesta, defensa y decisión sin ningún límite en la gestión y defensa de los intereses de Catalunya. Implica, igualmente, otro concepto básico de normalidad democrática: la necesaria compatibilidad entre unidad nacional y alternancia de proyectos y responsables políticos.

Por tanto, por y con el Estatut, unidad del país, de todas sus fuerzas y recursos. Si el Estatut es nuestra Constitución, debemos compartirlo todos. En Madrid, en Bruselas, en el mundo, sin fisuras. Desde y con el Estatut, la normal alternancia. El Estatut es el marco para la necesaria confrontación democrática, para definir y ejecutar políticas de gobierno legitimadas por las urnas.

La tercera opción, obviamente, es la que defendemos los socialistas catalanes desde siempre. Pero es igualmente obvio que pide, ahora y aquí, formularla de nuevo con nombre y apellidos, sin topes ni contenciones innecesarias. Sólo así podrá aspirar a obtener el amplio apoyo que requerirá dentro y fuera de Catalunya, desbordando en todas direcciones el espacio socialista tradicional.

El debate más interesante, no obstante, es el que debemos sostener franca y lealmente con los progresistas (socialistas, liberales, ecologistas, etcétera) de toda España, con los federalistas conscientes o potenciales, con todos los que querrían dar pleno sentido federal al proyecto de la España plural, expresión ya demasiado gastada y a punto de convertirse en mera retórica de consumo electoral.

Un diálogo con todos los que están dispuestos a trabajar y redefinir el significado actual, treinta años después, de conceptos como la cohesión social y territorial, el rol de las políticas de Estado en un diseño federal, la solidaridad interterritorial o la financiación autonómica. (Por cierto, les recomiendo comprueben el empeño, digno de mejor causa, que exhiben tanto Felipe González (EL PAÍS, 5 de agosto) como Alfonso Guerra (Temas para el debate; agosto) en la defensa de una determinada interpretación del concepto de cohesión, quizá legítima en 1982, pero hoy, afortunadamente, obsoleta gracias al éxito notorio de las políticas que ellos mismos concibieron y desplegaron). Una reflexión libre y a fondo, desde este diseño federal, sobre el futuro de las políticas sociales como la educación, la salud, la inmigración, los servicios sociales, la seguridad, o la vivienda.

Para enfocar con serenidad estas y otras cuestiones sería natural que, desde el Gobierno central, con su presidente en primera fila, se asuma la conveniencia, incluso la urgencia, de afrontarlos sin más temor ni precaución que la de su complejidad.

"Unió i Llibertat", decía el poeta. Es una buena divisa. Unión, que no quiere decir unidad, imposición y subordinación sino comprensión, respeto mutuo y proyecto compartido en pie de igualdad. Libertad, que no quiere decir insolidaridad ni pasividad, sino plenitud de lo que cada uno quiere ser, suma inteligente de fuerzas y caracteres expresados con voluntad colectiva.

Efectivamente, el inicio de curso se presenta suficientemente apasionante. ¿Estaremos a la altura de lo que el país espera y pide?

Ernest Maragall es consejero de Educación de la Generalitat de Cataluña.

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