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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Inmigración, integración y ciudadanía

España necesita a los inmigrantes por razones económicas, sociales y culturales. Pero la inmigración irregular y no integrada es conflictiva, mucho más en tiempos de crisis

La geografía humana en Europa ha mudado su piel en apenas una década, y con especial incidencia en los países mediterráneos. Según algunos estudiosos, cuando este cambio afecta al 10% de la población, las sociedades tienden al reajuste. Es algo que está ocurriendo en nuestro país, donde la tasa de inmigración ya alcanza el 9,6% de la población, y donde en comunidades como la valenciana dicho porcentaje se sitúa en el 16%.

Esta realidad ha de ser asumida sin alarmismos, porque la historia del hombre es, también, la historia de las migraciones. Un fenómeno que en los últimos años ha crecido mucho más intensamente, al amparo de la pujanza de las economías occidentales. A ello se ha unido el abaratamiento de los viajes aéreos y la revolución tecnológica que ha hecho posible, ahora sí, que el mundo sea, cada vez más, la "aldea global" que ya prefiguró McLuhan.

El contrato de integración propuesto por el PP está en línea con otros países europeos
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La Generalitat valenciana está elaborando una iniciativa para fortalecer la convivencia

En apenas siete años han llegado a nuestro país casi cuatro millones de personas. Lo que sitúa a España como el país con un mayor porcentaje de extranjeros de entre los cinco más poblados de Europa. Es decir, en términos relativos, España tiene más inmigrantes que Alemania, Francia o el Reino Unido, que son los países que han sido destino tradicional de la inmigración durante los últimos 50 años.

No podemos decir que haya sido una acogida conflictiva, sino, en general, armoniosa, al margen de ocasionales sucesos marcados por la xenofobia o el racismo. La sociedad española ha sabido y sabe convivir. Tal vez porque nuestro país, al margen de lo que sostienen los ya residuales puristas de las esencias étnicas, es un estado que ha recibido infinidad de influencias culturales a lo largo de su historia. Ese mestizaje es, además, el horizonte de todo el planeta.

España necesita a los inmigrantes. En términos económicos, y también en términos culturales o sociales. Basta con recordar el incremento de la natalidad, o la contribución al sostenimiento de las arcas de la Seguridad Social. O la entrada de la mujer en el mercado laboral gracias a la presencia de inmigrantes en el ámbito doméstico, tanto en la atención a la infancia como a la tercera edad.

Ahora bien, la inmigración desordenada puede ser una fuente de conflictividad social, máxime en tiempos como los actuales, cuando los vientos de crisis arrecian con fuerza, y la destrucción de puestos de trabajo afecta directamente a colectivos muy vulnerables como el de los inmigrantes.

Se puede decir que el fenómeno de la inmigración en ningún país ha sido resuelto de un modo satisfactorio. Si nos atenemos a la experiencia europea, podemos colegir que ni el modelo asimilacionista francés ha funcionado, ni el criterio alemán de considerar a los inmigrantes como trabajadores invitados, ni tampoco el modelo multiculturalista británico, que, como dice Sartori, es pernicioso, pues "divide, enfrenta y lleva directamente a un proceso cuyo fin posible es la antítesis del pluralismo". En cuanto a quienes consideran exitoso el modelo norteamericano, debemos recordar que su estructura es de aluvión y que se asienta sobre la emigración europea o latinoamericana, dos regiones del planeta con unas bases culturales e históricas semejantes.

El caso europeo en este inicio del siglo XXI es diferente, y en España su intensidad lo convierte en novedoso. El Gobierno del presidente Rodríguez Zapatero ha tratado, durante los últimos cuatro años, de amilanar a cuantos veníamos advirtiendo del descontrol de la política migratoria española, para acabar dándonos la razón a quienes exigimos la incorporación de España a la política común europea en materia de inmigración. Por cierto, incorporación que si no se hace para reforzar los derechos humanos, la dignidad de las personas y las garantías asentadas sobre la libertad y la igualdad, será un nuevo bandazo a los que nos tiene acostumbrados el Gobierno socialista. Se puede estar sin papeles pero no sin derechos.

Recientemente se ha perdido en el Parlamento español una excelente oportunidad para reconducir esta situación con la iniciativa no legislativa del PP para poner en marcha el contrato de integración que ya existe en otros países europeos. Es difícil pensar que los partidos políticos representados en las Cortes españolas no puedan ponerse de acuerdo en un asunto tan importante. Pero no vamos a entrar ahora en el debate de las denominaciones sobre contratos de integración o pactos sobre inmigración. Es el momento de alcanzar un acuerdo entre las fuerzas políticas y sociales. Vale la pena asentar las bases de la convivencia futura, cuyos pilares fundamentales son el respeto por la diversidad, la convivencia cultural armoniosa y el fortalecimiento de la democracia y los derechos humanos.

El tiempo empieza a correr en nuestra contra si no somos capaces de poner en marcha iniciativas entre las comunidades autónomas y el Gobierno central en la línea de las propuestas europeas. Todo ello, naturalmente, desde una postura de nítida defensa de los derechos y libertades frente a cualquier política restrictiva. Aunque ésta proceda de la Unión Europea.

Es imprescindible, además, alcanzar la máxima cooperación entre el Gobierno de España y las comunidades autónomas. Porque si bien la inmigración es competencia exclusiva del primero, las segundas tienen atribuciones en políticas como la sanidad, la educación, la vivienda, servicios sociales... de las que son titulares los inmigrantes. De manera prioritaria debe resolverse la contradicción existente entre un Estado central convertido en el gran recaudador de los ingresos que generan los inmigrantes al tiempo que las comunidades autónomas y los ayuntamientos asumen los gastos.

Llegados a este punto, es preciso encontrar un espacio para el acuerdo político. Sobre todo cuando ya se conocen las líneas estratégicas de la política migratoria europea. Ahora que el discurso de Rodríguez Zapatero empieza a acercarse a Europa, es el momento de abrir nuevas vías para la integración, que han de plasmarse en una legislación avanzada y de compromisos sociales e individuales para todos.

A través del reto de la integración el inmigrante tiene la posibilidad de acceder a una doble identidad. La de origen y la de destino. Por un lado, tiene que mantener su cultura, siempre que ésta sea compatible con los derechos y deberes que marca la Constitución española, y por otro lado, debe conocer lo mejor posible el país y la sociedad a la que se ha incorporado voluntariamente. El inmigrante debe tener la posibilidad de acceder a los conocimientos básicos de la sociedad de acogida. De su realidad plural y multilingüe, siquiera en un plano elemental. Se trata de los conocimientos imprescindibles para la vida en sociedad.

En este sentido, la Generalitat Valenciana está elaborando una iniciativa política cuyo objetivo último es fortalecer la convivencia y evitar cualquier resquicio para la xenofobia y el racismo. Y lo estamos haciendo en el estricto ámbito de las competencias autonómicas, desde la lealtad y complementariedad que exigen las políticas de Estado sobre la inmigración que debe fijar el Gobierno de la nación en colaboración con las Administraciones territoriales.

Europa ha marcado los límites de una política hoy por hoy imprescindible. La responsabilidad del Gobierno socialista debe reconducir sus propuestas migratorias hacia el respeto a esos límites. Y, finalmente, las comunidades autónomas tenemos la obligación de elaborar modelos que complementen tales actuaciones. No se puede perder un minuto más.

Rafael Blasco Castany es consejero de Inmigración y Ciudadanía en el Gobierno valenciano.

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