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Intercambio de cromos y otros vicios

DEFENSORA DEL LECTOR. El control político de la información provoca tensiones entre periodistas. Profesionales de gabinetes de comunicación proponen normas éticas y de transparencia informativa

Milagros Pérez Oliva

El llamado "periodismo de fuentes", aquel que se ejerce desde los gabinetes de comunicación de organismos públicos y privados, cuenta cada vez con más profesionales y tiene cada vez más influencia en la determinación de la agenda informativa, pero una parte de sus profesionales se siente incómoda con el papel que a veces ha de jugar. El periodismo de fuentes necesita repensar su función y garantizar el cumplimiento de las normas éticas del periodismo. Esa es la idea con la que se cerró el debate Gabinetes de comunicación, ¿periodistas o publicistas?, celebrado el lunes en el Colegio de Periodistas de Cataluña, del que hoy quiero hablarles porque las inquietudes allí expresadas tienen mucho que ver con la calidad de la información que ustedes, los lectores, reciben.

España figura entre los países de la UE con menos transparencia informativa

La necesidad de dar respuesta a las demandas informativas y hacer frente a la presión, siempre apremiante, de un número cada vez mayor de medios llevó a los responsables políticos de las instituciones públicas y a los gestores de las grandes corporaciones privadas a canalizar la información a través de gabinetes de prensa. Poco a poco, sin embargo, se ha ido imponiendo la tendencia a transformar esos gabinetes de comunicación en instrumentos de control político de la información.

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Algunos periodistas de gabinete se encuentran cómodos en su papel de controladores, pero otros, como pudo verse en el citado debate, acusan el malestar que les produce encontrarse en medio de un fuego cruzado de presiones antagónicas: por un lado, la que ejercen los responsables políticos o gerenciales de la institución en la que trabajan, que exigen no solo un férreo control de la información, sino unos determinados resultados de presencia mediática; y, por el otro, la que reciben de los periodistas de los medios, cada vez más enervados por las dificultades que tienen para acceder a la información, incluida aquella que por imperativo legal deberían estar a disposición de cualquier ciudadano.

En mi artículo Políticos que no aman a los periodistas, publicado hace un año, les expliqué el malestar de los periodistas de los medios, incluidos por supuesto los de EL PAÍS, por el creciente control político de la información pública. Las relaciones entre periodistas y políticos no han mejorado. Cada vez se convocan más comparecencias de políticos que no admiten preguntas y la utilización de la información con fines partidistas, de propaganda o de mera intoxicación, de la que les hablé en el artículo Cerrojazo informativo, es cada vez más descarada.

Una de las consecuencias negativas de esa dinámica es un mayor uso -y a veces abuso- de las fuentes anónimas en las informaciones conflictivas, que son muchas. Otra, la tendencia a establecer relaciones viciadas entre los periodistas de ambos lados, lo que en jerga profesional se conoce como "intercambio de cromos".En su versión amigable, esto viene a ser algo así como: "Tú me das la exclusiva y yo le doy a la noticia una cobertura extensa y positiva", y en su versión conflictiva sería: "Puesto que te has portado mal, le daré a otro la exclusiva". Disculpen la simplicidad, pero eso es lo que, crudamente, ocurre con frecuencia. Ya les he expuesto el malestar que ello genera entre los periodistas que trabajan en los medios, pues cada vez dependen más de la información que controlan estos gabinetes, y si quieren ejercer su independencia, cada vez han de hacer un esfuerzo mayor para poder saltar por encima de las barreras de control. En el debate del Colegio de Periodistas de Cataluña se puso de manifiesto que esta dinámica tampoco satisface a muchos de los periodistas de los gabinetes de comunicación.

Puede parecerles que lo que les cuento forma parte de un debate profesional que debería dirimirse por cauces internos. Pero no es solo un debate profesional. Lo que subyace es un debate sobre la calidad de la democracia. En los foros ciudadanos a los que, a menudo, soy invitada, escucho vehementes críticas a los medios de comunicación y muchas de las cartas que recibo como Defensora del Lector no contienen quejas concretas, sino preocupación por la calidad de la información que recibe la ciudadanía. Y también por la influencia negativa que ciertas dinámicas informativas ejercen sobre la toma de decisiones políticas, como se ha puesto de relieve en el tratamiento de la gripe A o en la demanda de reformas penales tras una cobertura sensacionalista y desmesurada de ciertos sucesos. A veces quieren saber por qué diferentes periódicos dan versiones antagónicas de un mismo hecho, y se preguntan cuál de ellos miente. Y son frecuentes, asimismo, las cartas que expresan una sospecha de partidismo en el enfoque de una información.

También algunos políticos se encuentran a disgusto con la actual situación, especialmente aquellos que abogan por profundizar la democracia con mecanismos de participación deliberativa. Consideran que los medios de comunicación no contribuyen a un debate informado, sereno y constructivo. Resulta muy esclarecedor observar cómo se nos ve desde el otro lado. Recomiendo el capítulo dedicado a los medios de comunicación del libro Una agenda imperfecta (Edicions 62), en la que el catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona, Josep Maria Vallès, narra su experiencia en la política activa como consejero de Justicia del Gobierno catalán presidido por Pasqual Maragall. No es una imagen reconfortante.

Explica que intentó aplicar una política de "colaborar con los medios sin rendirse", de no entregarse a la "promiscuidad superficial" entre políticos y periodistas, a los que considera atados por relaciones de falsa confraternización que a menudo esconden una profunda desconfianza mutua, pero el resultado fue decepcionante. La "sobriedad expresiva" y el trato igualitario que dispensó a los medios no fueron recompensados. Y tampoco logró cambiar la relación viciada "que genera una dependencia recíproca malsana, sobre todo para la construcción de una opinión pública bien informada".

En su exposición subyace una amarga crítica al mal uso que a veces hace el periodismo del poder que tiene y a la manipulación informativa que pueden llegar a ejercer algunos medios con fines partidistas, entre los que se incluye el desgaste político de un Gobierno. El creciente partidismo de la vida pública ha tenido su correlato en el alineamiento partidista de algunos medios de comunicación, de modo que cada vez resulta más difícil, y vapuleada, la pretensión de un periodismo independiente.

¿Cómo hemos llegado a esta situación en la que nadie parece estar satisfecho? ¿Es posible un cambio de tendencia? La esperada Ley de Transparencia y Acceso de los Ciudadanos a la Información Pública, promesa electoral del PSOE, debería poner fin a la opacidad que sitúa a España entre los países con menos transparencia informativa. Su tramitación parlamentaria, sin embargo, está paralizada.

La ley puede ayudar a cambiar algunas cosas, pero para revertir la situación se requiere además un cambio en los comportamientos. De momento, el Colegio de Periodistas de Cataluña ha elaborado un manual de buenas prácticas para los periodistas de gabinetes de comunicación. Se les recuerda que también ellos están obligados a cumplir el Código Deontológico de la Profesión Periodística, entre cuyas normas figura no dar información falsa o distorsionada. Se considera legítimo que un gabinete de prensa ofrezca la versión de la entidad, que será obviamente una versión de parte, pero ha de ser veraz.Los códigos deontológicos son útiles, porque fomentan las buenas prácticas, pero su recorrido es limitado porque la vulneración de sus normas queda impune. Por eso en algunos foros de debate comienzan a oírse voces que reclaman instrumentos más coercitivos. Desde el periodismo se considera peligrosa cualquier regulación, pues puede afectar a la libertad de información, pero si no somos capaces de autorregularnos, será inevitable que la sociedad quiera obligarnos a hacerlo.

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