Irán, revuelta abierta
La represión de las protestas cuartea un sistema en el que facciones rivales se disputan el poder
Ha bastado una semana de protestas callejeras, tras unas elecciones presidenciales fraudulentas, para resquebrajar un tinglado político que, como el iraní, llevaba funcionando 30 años con apariencia de solidez. El poder, concentrado en las manos del ayatolá Alí Jamenei, ha pasado a la represión abierta de quienes no admiten la amañada reelección del fundamentalista Ahmadinejad, reconocida ya como tal por el Consejo de Guardianes, instancia dirimente, y minimizada con el impresentable argumento de que no afecta a más de tres millones de votos. Teherán, como en las mejores falsillas, acusa a los países occidentales de fomentar la revuelta y amenaza con la expulsión de embajadores. Los Guardianes de la Revolución, el poderoso cuerpo armado ultra, ligado a la élite clerical y su verdadera póliza de seguros, avisó ayer de que llegado el caso aplastará sin contemplaciones (eso sí, revolucionariamente) las protestas.
La agitación popular se corresponde con la toma de posiciones por parte de los notables del régimen islámico, en lo que se perfila como una lucha abierta por el poder entre facciones rivales. Una de las características más singulares de la crisis es el alineamiento en el campo reformista del derrotado Mir Hosein Musaví de poderosos miembros de primera hora de la revolución jomeinista, tan significativos como el ayatolá Montazeri o los ex presidentes Jatamí y Rafsanyaní. Este último, un flamígero doctrinario antiamericano de primera hora, ha sido criticado reiteradamente por corrupto por el movimiento democrático que ahora le tiene por aliado. Incluso si las protestas callejeras cesasen, la fractura de la clase dirigente iraní es tan rotunda que amenaza con paralizar el Estado y liquidar la legitimidad que el régimen teocrático ha intentado edificar desde 1979.
En Teherán se está ventilando una alternativa crucial no sólo para Irán. O el mantenimiento de un oscuro y viciado poder que delimitan un conjunto de órganos no sometidos al control popular, de nombres tan ampulosos como vacíos, con el pretexto de que sus integrantes son los legítimos intérpretes de la arquitectura divina. O el surgimiento incipiente de una democracia reclamada por una población extremadamente joven, frustrada por los nueve años de presidencia improductiva del reformista Jatamí, y para la que el jomeinismo es más que otra cosa una cuestión académica.
No podía ser de otra manera, puesto que la revolución islámica acogía en su origen una idea tan contradictoria como la compatibilidad de teocracia y democracia. Los iraníes que arriesgan sus vidas echándose a la calle han tenido suficiente de lo primero y ahora reclaman libertad. El experimento ha fallado y ha bastado una torpe falsificación electoral para probar que el modelo iraní está en vías de liquidación. La realidad desmiente a quienes maquinaron que la estabilidad y legitimidad del régimen estaban garantizadas con el decorado representativo puesto en pie por clérigos fundamentalistas que se vienen arrogando la condición de intérpretes de la voluntad divina.
También para las potencias democráticas occidentales la importancia de los acontecimientos iraníes es extrema. Más allá de la mayor o menor prontitud y energía con que Estados Unidos y Europa han reaccionado a la explosión de ira popular y su represión, el país asiático es un actor crucial en Oriente Medio, y no sólo por sus imparables ambiciones nucleares. También por su consistencia, su situación, sus alianzas estratégicas y sus recursos energéticos. Se entiende que Barack Obama mida milimétricamente sus palabras desde el comienzo de una revuelta cuyo desenlace y alcance tienen todavía mucho de incógnita.
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