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Umbral de un centenario

Con la caída del año, vuelve el aire del tiempo a ponerse sombrio. Estamos llenos de aniversarios, de funerales o de simples muertes, de amenazas cuidadosas, de guerras próximas y de fines de siglo por venir que nunca llegan.Parecería (que lo mejor ha habría de ser salirse de puntillas, y conseguir que nadie lo advirtiera, para evitar el ceremonial, la condecoración ya póstuma o el premio al gerontógrafo en declive. El mundo de las letras, éstas -al igual que las hojas del otoño- amarillean y decaen. Tal vez por eso, ya concedidos, sin mayor objeto, los premios de rigor en el atrdecer del año, nuestros amigos galos se preguntan: "¿Supondrá 1990 un giro en la historia de estos premios, amenazados de descrédito, enredados en los meandros de las luchas de influencias y de los intereses económicos?" (Le Monde, 30 de noviembre).

Sin duda, los premios literarios -todos sin excepción alguna- son uno de los más deplorables índices de la total inmadurez del tiempo. Los premios, los rituales, las conmemoraciones, las liturgias. Sí, las liturgias. El próximo 16 de diciembre, un cardenal y 40 obispos concelebrarán una misa -de lujo, se supone- en el Carmelo de Segovia para inaugurar el cuarto centenario de la muerte de Juan de la Cruz.

me preguntó dónde estaba tanta profuxsión de obispos -con un mandatario especial del vaticano el frente-, tanto lujo de testas tonsuradas por tanta teología, tanta iglesia triunfante, aquella tempranísima madrugada de 1591, en Úbeda, cuando fray Juan -49 años- subió desde una tarima colocada en "la más pobre y estrecha celda del convento" a "decir maitines al cielo".

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Lo más próximo a tantos prelados como han de reunirse en Segovia era allí el propio prelado o prior del convento, Francisco Crisóstomo, hombre muy mínino de espíritu y muy enconado contra el santo enfermo. al que asigna el más exiguo lugar en la casa comunitaria y al que reprende y maltrata ásperamente.

La enfermedad, una erisipela al decir de sus biógrafos, empezó por la pierna derecha, pero las llagas lo invadieron luego y se llenó de humores acres "una grande apostema" purulenta formada en sus espaldas. Era un cuerpo llagado, ulcerado, un cuerpo crístico, el que Francisco Crisóstomo, el prelado, somete a sus impositivas. Por supuesto, casi toda la comunidad se sentía solidaria de la víctima. Hablo ahora de la prelacía.

Cae el poder del prelado -o, simplemente, el poder- no sólo sobre un hombre santo y enfermo, cuyo cuerpo iban erosionando -irreversibles y dolorosos- los tumores, sino sobre un vencido, despojado de todo cargo y dignidad -él, el primer descalzo de la reforma teresiana- por el vicario general, el italiano Nicolás Doria. Doria tenía una concepción del ejercicio del poder para la cual Juan de la Cruz era un estorbo. La situación estalla en el capítulo de los descalzos reunido en Madrid en junio de 1591.

En dos cuestiones se opone Juan de la Cruz a Nicolás Doria. La primera es el proceso incoado al padre Gracián, el hombre que había llevado la reforma de los descalzos de mano de Teresa, contra el cual cree -sin perjuicio de no considerar intachables todos los puntos de su conducta- que se está actuando con animosidad y virulencia graves.

La segunda cuestión presenta, en cierto modo, más general. Se trata de la posición de las mojas, que deseaban seguir dirigidas por un descalzo de su elección, pero no directamente por la Consulta. Lo que el Carmelo femenino planteaba era el simple derecho de las monjas a elegir sus directores espirituales y a oponerse a la modificación de las constituciones tal como fueran elaboradas por Teresa.

Encabezaba la resistencia a Doria y a los padres consultores la que había sido mano derecha de Teresa, Ana de jesús (Lobera), priora entonces del convenio de Madrid, destinataría no sólo de los comentos del Cántico espiritual, de Juan de la Cruz, sino de la Exposición del libro de job, de Fray Luis de León. Tal vez ambos datos sean suficientes para dar idea de la personalidad de esta mujer extraordinaria, sobre la que versó en Granada una conversación mía -apasionada- con el inolvidable maestro Emilio Drozco muy pocos meses antes le su muerte.

Había en la posición de las carmelitas una manifiesta perspectiva feminista (salvadas, claro está, las diferencias de contexto y (le época), no ajena, sino todo lo contrario, al espíritu de Teresa. El tema fue, lisa y llanamente, evocado en una carta dirijida hace algún tiempo a este mismo periódico, a propósito de la decisión adoptada por el Pontífice hoy reinante con el fin de reservarse la redacción de las nuevas constituciones de las carmelitas descalzas. En esa carta (14 de febrero de 1985), Gluliana di Febo precisaba: "La batalla actual de las carmelitas en defensa de las constituciones preconciliares tiene un anbtecedente histórico en el enfrentamiento que, a finales del siglo XVI, no bien fallecida Teresa, se dio específicamente en torno a las continuadoras del espíritu de la reforma teresiana ( en particular María de San José y Ana de Jesús, apoyadas por Gracián y Juan de la Cruz) con el padre Doria, vicario general de los carmelitas".

La posición de Juan de la Cruz mantenida con toda firmeza contra los capitulares, y en particular contra el rigorismo legislativo y desecado de Doria y el oprtunismo de individuos como el predicador Diego Evangelista, enemigo ruin del primer descalzo, acarrea a éste su total desgracia en el capítulo de Madrid. En efecto, fue despojado de todas sus dignidades y cargos y se le destinó -para evitar una posible influencia suya- en la provincia de México, en la Nueva España. Esa decisión hubo de quejar en suspenso, por la enfermedad y la muerte de Juan de la Cruz en la menguada celda del convento de Ubeda, cuyo brutal prelado tanto contribuyó a aumentar sus celestiales merecimientos.

Murió, pues, Juan de la Cruz en una suerte de exilio interior. Años más tarde se sigue cor, Ana de Jesús un procedimiento análogo y se la envía en 1604 a París, donde no tarda en chocar con otro prellado, el cardenal de Bérulle, contra el que también Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior ha de defender la pureza del espíritu teresiano. Tal es la razón última de su desplazamiento a los Países Bajos, donde se establece en 1607.

Se trataba, a todas luces, de la depuración de una vieja guardia. El fenómeno, característico de todas las estructura de poder, tiene en todas ellas parecidas modalidades.

Pero el exilio de Ana de Jesús comportaba otro exilio: el exilio del manuscrito del Cántico espiritual, con sus comentarios a ella dedicados. Entre tanto, el Carmelo -regido por gentes del clan Doria- retrasa cuanto puede la publicación de las obras de Juan de la Cruz en España. "El retraso", escribe Roger Duvirier, "comienza cor la muerte del santo, e incluso mientras éste vivía. No es más que un aspecto y una prolongación de las persecuciones que se desencadenaron desde que, al hacer frente al despotismo, Juan de la Cruz se encuentra alineado con Ana de Jesús y las religiosas fieles a Teresa".

Por cierto, en las reuniones capitulares que regían los destinos del Carmelo Reformado, creación y obra de una mujer, ni una sola mujer podía sentarse, como Rosa Rossi ha hecho notar muy precisamente. En el capítulo de 1591, los prelados, definidores y padres capitulares dejaron caer sobre Juan de la Cruz todo el peso de su rencor, de su resentimiento o -en el mejor de los casos- de su cobardía. Importa, por supuesto, añadir en este contexto que el torvo o repugnante Diego Evangelista promovió y dirigió -con el consentimiento de Doria- un difamatorio proceso contra el primer descalzo, cuyo principal núcleo de acusación era el "trato y familiaridad con las monjas". Sería ocioso todo comentario.

Murió Juan de la Cruz el 14 de diciembre de 1591. Su obra no se edita en España hasta 1618. Pero la edición de Alcalá (1618), reimpresa en Barcelona (1619), lleva un grabado que representa al santo de rodillas ante el altar del Cristo de Segovia. A su lado, en el suelo, hay tres libros: La subida, La llama y La noche oscura. Cubre éste un cuarto volumen cuyo título no llega a aparecer. Es -por utilizar palabras de Michel de Certeau- el ausente de la historia: el Cántico espiritual, excluido de la impresión.

La primera edición traducida, hecha en París en 162 1, mantiene la exclusión del Cántico. Ese mismo año muere en Bruselas la que había sido su destinataria, Ana de Jesús. El siguiente año, 1622, aparece el Cántico en francés de mano de René Gaultier, traductor de las obras precedentes, quien omite cuidadosamente el nombre de Ana.

Hasta 1627, y en Bruselas, no ve la luz el Cántico en su lengua original, gracias a la infatigable entrega de la nueva priora Beatriz de la Concepción, fidelísima compañera de Ana de Jesús. En la Península no aparece el libro hasta 1630, en la edición de Jerónimo de San José. Téngase en cuenta que el Cántico (o Canciones del alma o de la esposa) había quedado terminado, en su primera versión, unos 46 años antes, en 1584; precedió así a todos los demás tratados, y fue siempre entre éstos el requerido con mayor solicitud como materia de práctica espiritual.

Tal es la narración sucinta de los hechos y tales son las pedregosas rutas, los padecimientos y los exilios que en ceremoniales y liturgias suelen cubrirse con una insuficiente y pálida escayola.

J. A. Valente es poeta y ensayista.

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