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Jean Daniel, decano mundial del periodismo

Era joven (para un francés). Bien parecido (para su edad). Inteligente (como casi todos los franceses). Y era misterioso. Tenía un aire de personaje de Graham Greene o de Eric Ambler. Solo que su personalidad misma escondía juventud, apariencia física, inteligencia y misterio, detrás de una fachada de bonhomía sonriente y elocuencia verbal. ¿Lo había visto, muchos años antes, acompañando a su amigo Albert Camus en las noches existencialistas del cabaret Tabú? ¿Lo veía ahora como realmente era, o como el emisario de una relación peligrosa y esperanzada dentro de la guerra fría?

Él pasaba por México desde Washington y rumbo a La Habana. No había comunicación aérea entre Cuba y Estados Unidos, de manera que el paso por México era obligado. Él acababa de conversar en la Casa Blanca con el presidente John F. Kennedy, quien reconoció que pocos países habían sido tan humillados por Estados Unidos como Cuba y que ahora Estados Unidos pagaba el error de haber apoyado a Batista. Solo que Cuba ya no era un problema cubano, sino mundial, insertado en la guerra fría. Castro obraba, quizás, por independencia, locura, orgullo, o ideología.

Incluso en el caso de que esté de acuerdo con el poder, el periodista no puede dejar de criticarle
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-Venga a verme cuando regrese de Cuba -me dijo el presidente Kennedy, asesinado en el momento en que él, Jean Daniel, conversaba con Fidel Castro en La Habana. El líder cubano imaginaba lo imposible: que Kennedy entendiese la realidad latinoamericana y se convirtiese en el más grande presidente de los Estados Unidos...

Cuento lo anterior porque sitúa a Jean Daniel en el centro mismo de su profesión de periodista. Escucha. Entiende. ¿Calla... o publica? ¿Dice... o guarda silencio? Lo mueve una sensación hiriente: la cruel intimidad, no de Kennedy y Castro, sino de Estados Unidos y Cuba. Lo asalta una pregunta aún más cruel: ¿La muerte revela secretos? Lo persuade, en fin, una convicción profesional: el periodismo permite revelar lo que no afecta a la vida personal de terceras personas.

Tardé en darme cuenta de esta verdad, presente en la conciencia del hombre que conocí en México, el que venía de Washington e iba a La Habana. Creí entenderlo un poco mejor durante la visita a México del presidente François Mitterrand en 1981. Simpatizante del presidente, simpatizante del socialismo, noté entonces en Jean Daniel una cierta distancia que se resistía a la seducción que tan bien sabía desplegar Mitterrand.

Distancia, pero no por antipatía hacia el poder, sino por esa fidelidad a la polis, a la ciudad, a la sociedad, que es la fidelidad del periodista y que dificulta la amistad con el poder cuando se escribe sobre el poder.

No hablo, aquí, de divergencias frontales y legítimas del periodista con un poder opuesto al periodista, sino de la -¡cuánto más difícil!- relación del periodista con un poder con el que está de acuerdo, pero al cual no puede dejar de juzgar, en nombre del periodismo, sí, que es el nombre de la sociedad, de la política, de la polis, de la ciudad compartida por el poder y sus críticos, incluso de los que simpatizan, pero no dejan de juzgar al poder.

Entendí entonces, que el misterioso hombre que iba de Washington a La Habana, que el escéptico hombre que acompañaba a Mitterrand a Yucatán, tenía una lealtad con su profesión que no le impedía acercarse al poder pero diciéndole al poder: soy respetuoso, pero no soy conformista. Soy periodista: quiero conocer la afirmación y su negación; quiero conocer la negación y su afirmación.

La historia, nos dice Milan Kundera, no es maestra de la verdad, por el simple hecho de que se está haciendo y no ha dicho su última palabra. Esto es lo que hace Jean Daniel: ve la historia que se está haciendo. Se niega a ponerle el letrero "Fin" a la historia porque cree, con ironía cierta, con escepticismo visible, que debemos abrir un horizonte mejor para todos, "fuera -nos dice- de la facilidad del hábito y la fatiga del uso".

En México, durante mi juventud estudiantil, me reservaban un ejemplar, de L'Express primero, del Observateur en seguida, en la Librairie Française del paseo de la Reforma. Era nuestra manera de ligarnos al mundo, fuera de las exigencias del nacionalismo mexicano. Nuestra manera, leyendo a Jean Daniel, de hacernos parte del mundo, partícipes de sus peligros y de sus oportunidades también, pero sobre todo, leyendo a Jean Daniel, de entendernos mejor a nosotros mismos.

África del Norte nos concernía. Checoslovaquia era nuestra. Francia nos pertenecía, y éramos, por todo ello, gracias a Jean Daniel, más mexicanos, más latinoamericanos.

¿Qué nos decía, pues, nuestro grande y querido amigo, cuyos 90 años celebramos ahora? Lo mismo que le dijo hace años Albert Camus, con la voz de Juliette Greco en la penumbra, al salir del Tabú.

"No podemos tener la razón solitariamente".

Gracias, Jean Daniel, por estar con nosotros.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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