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DON DE GENTES | OPINIÓN
Columna
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Justicia póstuma

Elvira Lindo

Hay algo obsceno en estos tiempos. Algo obsceno que sobrevuela tertulias, comentarios, columnas. No sabría definirlo. Se trata de la alegría con la que algunos reciben el caos, la penosa situación económica, los aires de fin de fiesta. Hay algo obsceno en la manera en la que algunos dibujan un país catastrófico, en cómo parecen recibir el desastre con alegría. Hay algo obsceno en la manera en que toman los malos resultados educativos, el número de parados o la amenaza económica y lo amasan todo, modelan una bola putrefacta y se la van lanzando unos a otros. No saben que su juego infecta el aire, que inocula miedo, nos hace vivir en una inquietante provisionalidad. No es que reclame un optimismo bobalicón, pero no soporto el pesimismo de aquellos que se divierten presagiando la caída por el abismo de un pueblo entero. A no ser que ganen los suyos, entonces ese mismo pueblo comenzaría su ascenso hasta llegar a la cumbre. Nos han acostumbrado a juzgarlo todo tan en clave partidista que no nos dejan ver más allá de la derrota de unos o de la victoria de otros. ¿Qué hacer ante esta situación que sobrepasa nuestra capacidad de juicio? Nuestra mente no da para comprender el mundo. Tal vez lo entiendan los filósofos, los politólogos, los expertos en lo abstracto, pero esta realidad no está hecha para mentes como la mía. Huyendo de la confusión reinante procuro centrarme en lo concreto: en mi oficio, en unos diálogos que escribo en mi mente con la ilusión de que en 2011 lleguen a la boca de unos cuantos actores, en la cena que se cuece lentamente mientras escribo este artículo. Dicen los neurólogos que la atención al presente concede más paz de espíritu que el andarse por las ramas del futuro. Me centro en mi trabajo y en la observación del trabajo de otros. Las personas que aman su oficio tienen sobre mí un efecto balsámico. Hace cosa de un año la traductora Marta Rebón y yo hablábamos del único futuro que tiene sentido: el que llegará cuando finalice un proyecto al que le estamos dedicando el alma. Yo llegué primero al Café Odeón, un restaurante neoyorquino que sigue manteniéndose milagrosamente desde los tiempos de Warhol. La vi entrar, con la cara de frío y de apuro del que llega un poco tarde. Pude comprobar el revuelo de miradas que la siguieron hasta mi mesa. En mi recuerdo, Marta siempre aparece como una de esas heroínas rusas a las que ella da vida en sus traducciones: alta, fuerte, rubia, resuelta, como si sus pasos no fueran nunca banales sino que siempre estuvieran marcados por un objetivo que solo ella ve. Me recordó a alguien que no supe encontrar en mi memoria. Cuando la tercera margarita nos golpeó con fuerza y provocó una conversación apasionada, Marta comenzó a hablarme arrebatadamente de ese doctor Zhivago que en esos momentos traducía. Las dificultades que presentaba una prosa tan elevada, tan poética, sonaban en su boca como un desafío y un regalo que le hubiera concedido la vida. La suya era la primera traducción del ruso. Es una novela pero es más, decía, es poesía, historia, filosofía. El futuro llegó cuando el libro saltó de su mesa de trabajo a los estantes de las librerías. Es probable que ustedes no lo encuentren en la mesa de novedades pero el lector es libre de saltarse la lista de best sellers y guiarse por su soberano criterio. Yo no pude esperarme a que llegara el ejemplar que la traductora me había prometido y corrí a la librería. Esa misma tarde entré en El doctor Zhivago. Primero fue la curiosidad por contemplar un trabajo que imaginaba resuelto con pasión y rigor, luego fue el abandono, la entrega total durante diez días a estas ochocientas páginas que llevaron a Boris Pasternak a la gloria literaria y a la ruina vital. Tenía razón Marta, el libro lo contiene todo. Es una Biblia. Está la revolución: "¡Piense qué tiempos son estos! ¡Y nosotros los estamos viviendo! Cosas tan increíbles tal vez solo ocurran una vez en la eternidad. Piénselo, han arrancado el techo a toda Rusia y, nosotros, junto con todo el pueblo, nos encontramos a cielo abierto. Y sin que nadie nos controle. ¡La libertad!". La manera en que las grandes ideas no se adaptan a la experiencia humana: "Para hacer el bien, a su rectitud moral le faltaba la tolerancia del corazón, que no conoce casos generales, sino solo particulares, y cuya grandeza está en las pequeñas acciones". Y, por encima de la tremenda sacudida histórica, la pasión amorosa: "Del paso fatídico tú eres la alegría/ cuando vivir duele más que la enfermedad./ La raíz de la belleza es la valentía/ Y es lo que nos atrae como un imán". De la misma manera que la historia zarandea a ese hombre noble que es el doctor Zhivago, la patria rusa golpeó a Pasternak hasta la humillación y la muerte. Desde la cúspide del Estado soviético se le felicitó de esta manera por el Nobel de Literatura: "Peor que un cerdo. Ni un cerdo caga donde come". Cierro el libro deslumbrada. En el acto de haberlo leído quiero ver una justicia póstuma, una compensación. En el recuerdo, el doctor Zhivago se me aparece con el rostro grave de Pasternak, y ella, Lara, tiene la cara y el espíritu de esa mujer que entró en el Odeón, bella y ajena a su belleza, irresistible por el amor propio que pone en todo lo que toca.

Hay algo obsceno en cómo algunos dibujan un país catastrófico y en cómo reciben el desastre con alegría
Observo el trabajo de otros. Las personas que aman su oficio tienen sobre mí un efecto balsámico
El escritor Boris Pasternak, autor de la novela <i>El doctor Zhivago,</i> en su casa de los alrededores de Moscú en 1958.
El escritor Boris Pasternak, autor de la novela El doctor Zhivago, en su casa de los alrededores de Moscú en 1958.GETTY

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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