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Keynes, a 23 pasos de Gordon Square

En el número 46 de Gordon Square, en el barrio londinense de Bloomsbury, vivió desde 1916 hasta su muerte, en 1946, John Maynard Keynes, uno de los pensadores más influyentes del siglo XX. La placa conmemorativa situada en la fachada de su antigua casa georgiana es algo más que un recuerdo: nos permite observar que el 50º aniversario de su desaparición física, que se cumplió en el pasado mes de abril, ha pasado prácticamente censurado en nuestra memoria colectiva. Los aniversarios no sólo consiguen hacer revivir a los muertos, son representaciones y celebraciones que sirven para conjurar el temor a la muerte y hacen prevalecer el sentimiento de comunidad al rendir culto a señaladas personalidades individuales que han contribuido a enriquecer la vida social. En realidad, el olvido de la muerte de Keynes puede ser interpretado como un síntoma de nuestra propia ceguera para entender el mundo presente.Un breve paseo por los apacibles jardines que ocupan el centro de Gordon Square nos permite imaginar vivo a este profesor de Cambridge, a quien Schumpeter describe como "alto, enjuto y de mi ' rada ardiente", y a quien también caracterizó como el "menos político de los hombres". Muy cerca de su casa, en los números 50 y 51, otras placas nos recuerdan la presencia de vecinos famosos: Virginia Woolf, Clive Bell y los ruidosos Strachey, cuyas inocentes fiestas escandalizaban en los locos años veinte a la sociedad puritana de Londres. Todos ellos formaron parte, del Bloomsbury Group, que frecuentemente se daba cita en la biblioteca del Russel Hotel, un edificio de ladrillo de majestuosa presencia victoriana, situado a 23 pasos de Gordon Square.

Pese a los cambios experimentados, en Londres el mundo victoriano no ha desaparecido por completo. El dinero sigue siendo más importante aquí que en ningún otro lugar del mundo. Ejecutivos de los tiempos de Dickens se pasean por la City con su eterno bombín. Bajo la tierra abonada de primorosos jardines yacen incontables cadáveres anónimos de seres humanos que han sido discretamente asesinados. Pero las cosas han cambiado muy deprisa en estos últimos 20 años, gracias al tesón y a la iniciativa sin par desplegada por el Partido Conservador, los tories liderados por la Dama de Hierro. Cada vez hay más pobres tirados por las esquinas de las aceras. La vieja tierra en la que se produjo el triunfo de la revolución industrial, la feliz Inglaterra rural, de tradiciones arraigadas, en donde hasta hace poco tiempo cada familia media se encontraba cada mañana con la botella de leche fresca y el periódico a la puerta de la casa, se ha convertido ahora en el paraíso de las vacas locas.

El Reino Unido es en la actualidad el país con mayores desigualdades sociales de Occidente. Según informes recientes del Banco Mundial, la ONU y la OCDE, las diferencias entre ricos y pobres son en Inglaterra las mayores que existen en el mundo occidental, equiparables a las de Nigeria y más acusadas que las que existen en Jamaica, Sri Lanka o Etiopía. ¡Triste récord para el país que lideró la lucha contra el fascismo, inventó la universalización de la Seguridad Social y sirvió de modelo a Occidente con su institucionalización del Estado de bienestar!

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Entre 1979 y 1993, los ingresos de la población más pobre se redujeron en un 20%, mientras que el 10% de la población más rica vio crecer sus rentas hasta alcanzar el espectacular incremento del 61%. En este periodo, el número de personas que vive por debajo del umbral de pobreza prácticamente se triplicó. En menos de 15 años, los cinco millones de pobres ingleses se han convertido en 14 millones. Casi un cuarto de la población se encuentra en situación de pobreza, es decir, dispone de unos ingresos que se sitúan por debajo de la mitad de la media nacional.

Y pese a que esta definición de pobreza, proporcionada por las agencias oficiales, contribuye a crear el espejismo de la centralidad del dinero y, por tanto, a establecer un prisma mercantil para objetivar la exclusión social, al menos presenta la ventaja de establecer un criterio de demarcación que permite cuantificar a los pobres. Los magos de las finanzas han logrado sintetizar esta progresión de la miseria -que afecta a cuatro millones de niños- con un término técnico: saneamiento de la economía

En realidad, en el actual panorama de globalización del mercado, el Reino Unido no es una excepción. Las desigualdades so ciales se han incrementado en todo el mundo, aunque con dife rente intensidad. Según el Informe sobre el desarrollo humano, de las Naciones Unidas, en los últimos 15 años la caída de ingresos afecta a 1.600 millones de ciudadanos de la Tierra. Pero han sido los Gobiernos conservadores ingleses y norteamericanos los principales responsables de lo que ya se conoce eufemísticamente como la teoría del trickle-down. Según esta teoría, cuanto más ricos sean los ricos, menos pobres serán los pobres, porque de las mesas opulentas no cesarán de caer las migajas.

Retorna en el imaginario social el fantasma del capitalismo manchesteriano. El fundamentalismo neoliberal, la devastadora utopía de un mercado autorregulado, junto con los irracionalismos de toda laya, amenazan de nuevo con privar a la sociedad de una cohesión mínima. La economía se autonomiza y se aleja de la sociedad hasta el punto de que el crecimiento económico va frecuentemente acompañado del desarraigo y la miseria. Es como si las élites que rigen los destinos de las sociedades posindustriales se hubiesen puesto de común acuerdo para enterrar a Keynes, a uno de los más destacados abogados defensores de un capitalismo con rostro humano.

"Los principales inconvenientes de la sociedad económica en que vivimos son su incapacidad para procurar la ocupación plena y su arbitraria y desigual distribución de la riqueza y los ingresos". Con estas afirmaciones de plena actualidad iniciaba Keynes en 1935 sus notas finales sobre la filosofía social de la Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero. Lord Keynes no fue nunca un radical, pero su crítica de la economía clásica puso bien de manifiesto la necesidad de vincular la economía a los intereses de la sociedad. Para Keynes, un empresario ha de servir activamente a la comunidad en condiciones razonables de remuneración, algo muy distante de los especuladores y usureros que tanto han prodigado en estos últimos tiempos, y que han amasado fortunas sirviéndose de las nuevas tecnologías de la información, recurriendo a informaciones confidenciales, o a las más o menos sofisticadas técnicas de ingeniería financiera.

Keynes quiso supeditar la economía a los intereses de la sociedad. Por esto propuso que el Estado, en tanto que institución de instituciones en donde se materializa por delegación el poder social, jugase un papel de primer orden en la socialización de las inversiones para lograr el pleno empleo. En la actualidad seguimos asistiendo a una gran remontada neoliberal que se alimenta del desmantelamiento del Estado de bienestar. Ya no se trata tanto de separar de nuevo la economía de la sociedad ni de mercantilizar la fuerza de trabajo, el dinero y la tierra, sino también de privatizar y monetarizar lo que hasta ahora eran bienes sociales situados al margen del mercado, tales como la salud, la educación, la seguridad... el agua y el subsuelo.

Keynes quiso hacer de la economía una ciencia sin dogmas ni misterios, un saber alejado de la magia y la alquimia de los tiburones financieros que nos ayudase a anticipar razonablemente el futuro, evitar el retorno de la Gran Depresión, conseguir el pleno empleo. "El hombre de negocios", escribió, "sólo es tolerable en la medida en que puede sostenerse que sus ganancias están en alguna relación con lo que, aproximadamente y en algún sentido, sus actividades han aportado a la sociedad". Vivimos, por tanto, tiempos poskeynesianos, pero también en gran medida prekeynesianos, en los que se nos anticipa como modelo futuro una especie de sociabilidad asocial e insolidaria.

Hoy, más que nunca, es necesario vincular derechos sociales al mercado laboral, proteger al tejido de la sociedad de voraces intereses privados, establecer un espacio público de participación democrática que evite la pertinaz sequía de las maquinarias burocráticas y la situación de dependencia pasiva de las poblaciones asistidas. Para llevar a cabo este esfuerzo ingente de trabajo colectivo en cooperación, los economistas progresistas quizá deberían restablecer el diálogo con Keynes. El reto estriba en repensar los cambios que se han producido con gran celeridad ante nuestros ojos para así diagnosticar mejor el presente. Esto exige comenzar por aceptar que Keynes no ha desaparecido del todo de nuestro panorama social.

Recientemente, un día de julio de este verano, yo mismo creí reconocer a este egregio miembro de la Royal Economic Society paseando con su eterno traje gris y su sombrero de fieltro a 23 pasos de Gordon Square. Caminaba despacio, en animada conversación con su amigo Lytton Strachey. Estaba un poco encorvado por los años y se ayudaba para andar de un bastón de ébano con empuñadura de plata. Bajo el brazo llevaba un viejo ejemplar del Economic Journal. Sin duda se encaminaban hacia el Russel Hotel para tomar el té de las cinco. Cuando pasé a, su lado, en dirección contraria, no pude evitar escuchar su comentario. "Querido amigo", dijo, "la dificultad reside no en las ideas nuevas, sino en rehuir las viejas que entran hasta el último pliegue del entendimiento de quienes se han educado en ellas".

Fernando Álvarez-Uría es profesor de Sociología en la Universidad Complutense.

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