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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

John Lennon

LOS AFICIONADOS podrán recordar que todo empezó con los años sesenta, y que nos llegó apoyado en un sonido, un ritmo, un beat que llamaron entonces Mersey, y que la primera canción que pusieron en la discografía llevaba el título inocente y fresco de Love me do. Luego podrán decir que aquellos cuatro jóvenes de Liverpool, con el extraño nombre de Beatles, se distinguieron, antes incluso de que muchos hubiéramos oído su música, por lo que la burguesía conservadora de aquellos tiempos, y muy especialmente la española, consideró el atentado contra las buenas costumbres, poco masculino y hasta indecente, de llevar el pelo largo. Finalmente, podrán estipular, hasta en sus menores detalles, las características, la influencia y el desarrollo posterior de aquella música esparcida a todos los vientos por The Beatles y puntualizar que la creatividad residía en la pareja John Lennon-Paul McCartney, siendo John, entre los dos, el verdadero motor del grupo.Pero ahora, tras el absurdo asesinato de John Lennon, tendrán que compartir el recuerdo y la palabra dedicados a los Beatles con otras muchas gentes. Porque Lennon y su banda fueron mucho más que una revolución musical, por grande e importante que ésta fuera. Los Beatles posibilitaron la apertura de varias generaciones hacia nuevos horizontes: con ellos, gentes jóvenes que no sabían dónde ir comenzaron a ver, primero, y a vivir, después, nuevas situaciones sociales y personales.

Sin John Lennon, sin los Beatles, nuestro mundo sería distinto y peor de lo que es. Porque muchas gentes que hoy se encuentran en la madurez están marcadas, influenciadas o vivificadas por la constelación trazada por y en torno a los Beatles. Porque no hay manera de entender un sector nada desdeñable de la cultura de las dos últimas décadas si no se tiene en cuenta que hace dieciocho años alguien empezó a cantar I wanna hold your hand, que hace trece alguien nos contó las cosas de un Sargent Pepper y que hace nueve alguien dijo, como para terminar, que todo daba lo mismo: Let it be.

Es una apuesta difícil adivinar cómo contemplarán dentro de un siglo los historiadores y los sociólogos de la cultura el mundo que nació sobre las ruinas de una larga y dolorosa posguerra y qué sentido atribuirán a la década prodigiosa de los sesenta, seguramente un islote ilusorio de esperanzas en medio de un relato de estrépito y furia contado por un idiota. Es probable que de aquí a cien años la brumadora mayoría de los nombres de los políticos de nuestra época hayan sido sepultados en el olvido, que buen número de pensadores hoy célebres se pierdan en la letra pequeña de los manuales y que sólo un reducido grupo de narradores, poetas, dramaturgos y pintores hayan alcanzado esa forma vicaria de inmortalidad qué es la fama.

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Pero no es imposible que John Lennon y sus tres compañeros de Liverpool sigan siendo recordados entonces por sus canciones y por el hecho de que, misteriosamente, lograron sintonizar con el espíritu y los valores de unas nuevas generaciones que detestaban la guerra, que rechazaban las formas alienadas de existencia de las sociedades desarrolladas y que buscaban caminos para una vida más libre, más feliz, más auténtica y más solidaria. El brutal asesinato de John Lennon también significa de alguña manera el fin de aquellas esperanzas, la confirmación simbólica de que la década prodigiosa ha dejado su lugar a los tiempos sombríos y que el grito iViva la muerte! puede ahogar incluso la bella música de Lennon y de los Beatles.

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