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Tribuna
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Leer en el futuro

Dónde encontraremos información veraz cuando los diarios hayan desaparecido?", preguntó provocadoramente la rectora de mi universidad hace poco, al final de una cena. Ensayamos respuestas distintas y recónditas, casi por deformación académica, como si cada quién tuviese en su ático una radio capaz de sintonizar con el futuro. Por un instante, mi pequeña universidad parecía una estación espacial donde un mundo sin diarios procesaba las noticias por venir.

Yo recordé que el historiador de Cornell, Benedict Anderson, había dicho que dos hombres que leen el mismo diario presuponen la identidad de una nación. Esto es, el periódico documenta la ciudad que compartimos. No es concebible una ciudad sin publicaciones periódicas que le den forma a nuestra vida cotidiana.

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Pero la pregunta de mi rectora no sólo presuponía una ciudad desinformada, como una pesadilla futurista. Sospecho que nos retaba a pensar sobre la veracidad misma de la información que no pasa por la responsabilidad de los protocolos que legitiman la credibilidad. Sabemos que mientras haya periodismo de investigación, la verdad será posible. Mientras haya crítica, análisis, denuncia, independencia y objetividad, la información será veraz. Quizá la precariedad de la prensa escrita no sólo se deba a la competencia de Internet sino al anacronismo de las agendas ideológicas, al énfasis de las opiniones encarnizadas, y a la ausencia de la vida cotidiana y sus escenarios transitivos. Los diarios tendrían que documentar la diversidad para no detenerse en la repetición.

Pero tratándose de la verdad (hecha por todos, según la lección clásica), tendremos que defender nuestra independencia defendiendo las publicaciones que sean más independientes, esto es, más libres de las posiciones interesadas, de lo que hoy se puede llamar el funcionariado difundido de la opinión becada, desactivada como análisis por su prédica partidista. Toda esa buena gente provista de opiniones y desprovista de ideas tiene las páginas descontadas. Como dijo el doctor Johnson, han encontrado una filosofía que justifica sus inclinaciones.

Es probable, por lo demás, que el hábitat tecnológico en que hoy vivimos nos haga creer que no transcurre más rápido el presente sino el futuro. El técnico de computación me informa que mi ordenador está obsoleto y requiero de uno capaz de descargar los programas recientes, de modo que el futuro nos desactualiza cada dos años, que es el promedio de memoria de un portátil. Por lo demás, ya no existen tocacaseteras (hasta el nombre es un anacronismo) y tendré que convertir mis memoriosas cassetes en devedés. Y no puedoproyectar en mis clases vistas fijas porque los carruseles para diapositivas son unos cacharros en desuso. Por lo demás, las disqueras están cerrando porque se baja más música de Internet de lo que se compran discos. Y la otra noche en el cine fuimos cuatro espectadores, casi los últimos dinosaurios en la edad digital. Hay un número de nuevos instrumentos que hacen cola para invadirnos de a poco. Me dicen que hoy los niños nacen con un blog.

La política es la primera víctima de este exceso de futuro en la vida pública. Apenas se instala un nuevo Gobierno las Compañías de Opinión encuestan la voluntad de voto de las próximas elecciones, cuyo debate empieza antes que la Administración cumpla su mandato. Por eso, la política ha perdido sustancia (no se debe a la certidumbre) y se ha convertido en un espectáculo mediático. Se decía que la pantalla de la tele es la plaza pública pero hoy esa plaza es la pantalla del ordenador. Cada vez es una plaza más personal y de bolsillo.

Borges contaba que su padre, que fungía de anarquista, le dijo una vez: Mira a esos policías, cuando tú seas grande ya no existirán. Borges podría haberle dicho que la policía es casi lo último que nos queda de la polis. Pero cuando a mis estudiantes los amenazo con la desaparición del diario The New York Times se encogen de hombros porque creen que la prensa que desaparecerá es la ideologizada (en este caso, la que presume que la verdad está siempre al medio, aunque según ellos es una verdad que trabaja para el statu quo). La izquierda democrática casi ha desaparecido de la prensa y para saber, por ejemplo, qué demonios pasa realmente en Bolivia a ninguno se le ocurriría leer un periódico. No hay un solo boliviano escribiendo en esta prensa desde dentro de Bolivia, sentencian. Como nosotros cuando éramos estudiantes, los de hoy vuelven a creer que la mera documentación (sin intermediarios que la adjetiven) es en sí misma una denuncia. Para los más jóvenes la información es aquello que no leemos: hay que ir a Bolivia a buscarla.

Y, sin embargo, el Financial Times ha empezado a cobrar por los artículos que uno lee en su edición digital. Y todo indica que The New York Times hará pronto lo mismo. Hacen bien, porque la noción de que el diario digitalizado es gratis empobrece el producto. Lo gratuito no demanda validación y termina siendo parte de la producción residual. Esto es, carece de valor referencial. La verdad en Internet es provisional y, en buena parte, se pierde en el abuso de la opinión, esa emotividad mal editada.

Por lo pronto, nuestra prensa requiere liberarse del sentimentalismo que la abruma. El abuso de la primera persona (licencioso en el blog y su prosa indistinta, efusiva y casual) es pintoresco pero retórico. Presupone la autoridad del autor, casi un Yo pre-freudiano, libre de inhibiciones. Los cronistas obligatorios terminan contándonos hasta las películas que no les gustan, cuando bastaría que no las vean. Debe ser una deformación cultural, un énfasis de la elocuencia del mentidero y la cháchara de la tertulia. En inglés, paralelamente, los diarios buscan al lector a través de historias sobre freaks, sobre raros y estrafalarios, antihéroes de la socialización compulsiva. En ambos casos, sin proponérselo ilustran la pérdida de la urbanidad que habían ayudado a democratizar.

Pero serán los nuevos lectores los que recuperarán la vida plena de los mejores diarios: los estudiantes, los inmigrantes, las minorías, los que buscan trabajo... Son las nuevas tribus urbanas, en pos de construir morada y morar. No tienen aún lugar en la gran prensa, pero son la fuerza de socialización capaz de restituir el espacio colectivo de la ciudad desde la cultura popular, allí donde nació, precisamente, la plaza pública, la celebración del tiempo popular como más saludable y durable.

Irónicamente, ese futuro no tiene presente. Nunca han sido los diarios más negativos, incluso derogativos, con América Latina como en estos tiempos. Y no hay mejores compradores de la manufactura del primer mundo ni, potencialmente, mejores mercados que los latinoamericanos. No es casual que los cibercafés en los pueblos españoles estén en manos de jóvenes migrantes. Pronto habrá una literatura española escrita por ellos. Pronto The New York Times tendrá una página en español.

Julio Ortega es catedrático de Literatura en la Universidad de Brown, EE UU, donde dirige el Proyecto Transatlántico.

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