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Libertad de expresión, derecho al honor y justicia

Desde que el fiscal y un juez de Instrucción de la Audiencia Nacional adoptaron determinadas decisiones a raíz de la publicación en una revista de un dibujo y un comentario alusivos de forma denigrante a los Príncipes de Asturias, no han sido demasiados numerosos los análisis de los hechos desde una perspectiva estrictamente jurídica. Una perspectiva que no es por cierto inútil y que, por lo pronto, permite a un viejo jurista entrar en el debate diciendo que la actuación del fiscal y del juez ha consistido simplemente en la aplicación de las leyes haciendo de ellas una interpretación absolutamente razonable.

Lo ocurrido es sobradamente conocido. Dos profesionales del periodismo han perpetrado una acción que, para cualquier observador con mediana sensibilidad jurídica, puede ser constitutiva de un delito perseguible de oficio en tanto que subsumible en uno de estos dos artículos del Código Penal: el 490.3 o el 491.2. En el primero de estos preceptos se castiga, entre otros hechos, la injuria -incluso leve, aunque en el caso no sería ésta la calificación correcta- proferida contra el Príncipe heredero de la Corona, siendo de tener en cuenta que injuria es, según el artículo 208 CP, "la acción o expresión que lesiona la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación"; por otra parte, en el artículo 491.2 se castiga la utilización de la imagen del Príncipe "de cualquier forma que pueda dañar el prestigio de la Corona". Aunque será el tribunal competente el que juzgue definitivamente los hechos, parece evidente que el fiscal, al denunciarlos, se limitó a cumplir el deber que constitucionalmente le incumbe de "promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad"; y que el juez, al proceder inmediatamente para la comprobación del hecho y ordenar el secuestro de la revista, cumplió los claros mandatos contenidos en los artículos 269 y 816 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

¿Por qué entonces la escandalizada reacción de tantos ante este comportamiento del fiscal y del juez? La respuesta es bien sencilla: los que así han reaccionado se encuentran asentados en la creencia de que las citadas normas penales y procesales deben ceder y perder vigencia cuando se ejerce el derecho a la libertad de expresión reconocido en el artículo 20 de la Constitución Española. Esta creencia carece, en mi opinión, de una base suficientemente sólida e invito a quienes piensan lo contrario a meditar sobre las siguientes ideas:

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1ª. No existe derecho alguno, fundamental o no, que sea ilimitado y no lo es, por supuesto, el de libre expresión. Para defender que este derecho carece de límites sería necesario olvidar o poner entre paréntesis que el apartado 4 del propio artículo 20 CE los establece subrayando entre ellos, mediante el adverbio "especialmente", el derecho al honor garantizado también como fundamental en el artículo 18 CE.

2ª. No debe deducirse de lo anterior que el derecho de libre expresión haya de decaer siempre ante un ataque al honor que constituya delito porque, si así fuere, la extensión de un derecho proclamado por el constituyente dependería de lo que luego dispusiere el legislador ordinario en la ley penal.

3ª. Pero tampoco puede admitirse que el derecho de libre expresión legitime cualquier lesión del honor ajeno que esté penalmente tutelado. El autor de un delito de injurias o calumnias puede estar exento de responsabilidad criminal a tenor del artículo 20.7º CP si obra en el ejercicio legítimo de un derecho, por ejemplo, del derecho de libre expresión, pero ello obliga a discernir el ejercicio legítimo de tal derecho del que no lo es.

4ª. Para resolver el problema de cuándo el derecho de libre expresión se ejerce legítimamente y cuándo no conviene abandonar la idea, tantas veces repetida, de

que este derecho debe prevalecer sobre los demás de la sección 1ª del capítulo II de título I de la CE. Ésta no establece un orden de valores metajurídico en cuya virtud un determinado derecho fundamental haya de ser puesto por encima de otros. Ciertamente, el de libre expresión tiene una indiscutible funcionalidad en el sistema democrático puesto que mediante su ejercicio se expresa y favorece el pluralismo político, pero esa funcionalidad no es en todo caso un argumento en pro de su prevalencia; puede ser también una razón para que su ejercicio se contenga dentro de sus justos límites.

5ª. Efecto lógico de la indicada equivalencia es que un aparente conflicto entre derechos fundamentales debe ser resuelto ponderando cuidadosamente las circunstancias en que cada uno se ejercita o resulta vulnerado, todo en función del logro de una convivencia civilizada en el contexto de una sociedad democrática.

En el caso de que estamos tratando, el conflicto se plantea entre, de una parte, el pretendido derecho de unos humoristas a expresar su sentido del humor mediante una procaz caricatura de los Príncipes de Asturias y, de otra, el derecho de éstos a que sea respetada su propia estimación y dignidad que, en el caso del Príncipe, es al mismo tiempo la dignidad de la Corona. El derecho de expresar libremente los pensamientos, ideas y opiniones, así como el de creación literaria, incluye sin duda el de expresar, en términos que induzcan a la risa, lo que al humorista sugiera un acontecimiento o persona. Pero es innegable que este derecho, cuyo ejercicio tiene por fin divertir a un público determinado, no puede pretender para sí la misma intangibilidad del que se ejercita para la crítica política o la exposición de ideas destinadas a insertarse en la opinión pública. Por ello, la legitimidad de que goza en principio la actividad del humorista, que no desaparece por el mero hecho de que sea zafio el método utilizado para comunicar su mensaje, sí desaparece -convirtiéndose en ilegítimo el ejercicio del derecho- si se sirve de palabras o imágenes ofensivas para el honor de un ciudadano. De cualquier ciudadano, aunque no puede dejar de señalarse que en el caso presente el honor del ofendido se encuentra especialmente tutelado en el CP vigente.

El CP de 1995 inspirado por el propósito de adecuar el derecho punitivo a los valores constitucionales, eliminó de su articulado el delito de desacato, por lo que a partir de su entrada en vigor las calumnias e injurias contra autoridades y funcionarios públicos pasaron a ser, igual que las proferidas contra particulares, delitos sólo perseguibles a instancia de parte. Únicamente los atentados contra el honor de las más altas instituciones del Estado, no los que tienen como sujeto pasivo a las personas que en ellas se integran, son delitos perseguibles de oficio. Esta modificación legal, dicho sea de pasada, ha producido un efecto indeseable toda vez que la mayoría de autoridades se abstienen de querellarse contra sus ofensores, de suerte que los delitos de esta clase cometidos por cuantos enrarecen y crispan la convivencia en este país quedan prácticamente impunes. Pero de este régimen han sido excluidos razonablemente los delitos de calumnias e injurias de los que pueden ser víctimas las personas mencionadas en el título II CE dedicado a la Corona, entre las que está naturalmente el Príncipe heredero, por haberse entendido que dichas personas se identifican plenamente con la institución que encarnan y coinciden, en definitiva, con la propia institución. La especial protección penal que se les dispensa se manifiesta principalmente en que aquellos delitos son perseguibles de oficio.

¿Qué conclusión cabe extraer de todo esto? La inevitable de que el hecho que ha encontrado tanta comprensión en amplios sectores de nuestra sociedad es presuntamente un delito en el que no ha concurrido la causa de justificación que dimana del ejercicio legítimo de un derecho y para cuya persecución no es necesario que el ofendido ejercite acción penal alguna, por lo que son irreprochables tanto la actuación del fiscal que lo ha denunciado como la del juez que ha puesto en marcha los mecanismos procesales para su comprobación y castigo. Cosa distinta es que alguno de dichos mecanismos, como el secuestro de la publicación mediante la cual el delito se cometió, deban ser pensados de nuevo ante los últimos avances tecnológicos en el campo de la información. Pero esta cuestión, una más de las que plantea al legislador de nuestro tiempo la dificultad de seguir el ritmo de los cambios sociales, no cabe en los límites de este comentario.

José Jiménez Villarejo es ex presidente de las Salas 2ª y 5ª del Tribunal Supremo.

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