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OPINIÓN
Columna
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Llaman a la puerta

Cinco meses después de la concentración convocada el pasado mes de mayo en la Puerta del Sol madrileña para protestar contra el inequitativo reparto de las cargas de la crisis económica y la incapacidad de los representantes elegidos en las listas de los partidos para proteger a los ciudadanos, cientos de miles de manifestantes asumieron hace 15 días el núcleo de esas reivindicaciones en un millar de ciudades de 80 países. El número de participantes en este tipo de marchas apenas es comparable con las movilizaciones organizadas por gobiernos, iglesias, partidos o sindicatos (ni con los acarreos plebiscitarios de los aparatos estatales autoritarios). La principal razón es que las asociaciones voluntarias sólo cuentan con sus modestos recursos propios para montar tales despliegues. La grotesca tentativa de encausar penalmente a las asociaciones de profesores y de padres de familia de la Comunidad de Madrid sin ánimo de lucro, opuestas a los recortes del gasto educativo en la enseñanza pública y acusadas de haber vendido camisetas ilustradas con esa protesta por encima de su precio de coste, es un gesto de mezquindad impropio de su rumbosa presidenta, tan pródiga a la hora de financiar a su clientela política y de subvencionar a su aduladora televisión autonómica.

Los 'indignados' no cuestionan la democracia representativa, sino los fallos del Estado de partidos

La dimensión internaciónal del 15-O dificulta el examen de sus características genéricas. El contraste entre los gravísimos desórdenes causados en Roma y el tono democrático de las demás movilizaciones pone en guardia frente a las generalizaciones imprudentes. La simplificación de los análisis, la ingenuidad de las recetas y la contundencia de las consignas de algunos portavoces de ese incoado movimiento social globalizado -seguramente inevitables en los primeros momentos- tampoco ayudan a diagnosticar su naturaleza y a pronosticar su futuro. Los intentos reduccionistas de emparentarlo con los vanguardismos revolucionarios o contrarrevolucionarios y con los populismos del siglo pasado parecen escasamente prometedores.

El lema "no nos representan" se dirige contra los cargos electos que patrimonializan las instituciones -en provecho personal o de sus partidos- a costa del interés público para cuya defensa fueron votados. De añadidura, esa ilegítima privatización de la función estatal obstaculiza el acceso de las nuevas generaciones a unos centros de decisión esclerotizados por la corrupción. El blanco de esas críticas no es tanto la democracia representativa como su manifestación contemporánea en tanto que Estados de partidos. Esas variantes del sistema pluralista democrático, que entrega la responsabilidad sustancial del proceso político a las blindadas cúpulas de unas formaciones altamente jerarquizadas y disciplinadas, incumplen con frecuencia sus deberes constitucionales (en España, a través del boicot por sus grupos parlamentarios de la preceptiva renovación de órganos estatales como el Constitucional y del Consejo del Poder Judicial o mediante la financiación ilegal de su tesorería) y cierran a cal y canto las puertas a las que llaman los indignados. -

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