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Luz de agosto

Félix de Azúa

Llegar hasta agosto, entrar en agosto, y por fin salir de agosto es, año tras año, el momento decisivo. Cuando la luz de agosto nos ciega, todo tiembla a nuestro alrededor, la vida se deshace, los matrimonios quiebran, las parejas compiten en extenuantes carreras de relevos, los ataques psicóticos se disparan con la temperatura. El mes más cruel ha cambiado de lugar en el calendario. Cuando Eliot escribió su famoso verso sobre la crueldad de abril, las vacaciones masivas aún eran una novedad esperanzadora. La mayoría de la población (lo antes llamado "proletariado" o "clase obrera") quedaba ociosa, pero apenas se movía de su madriguera. La abuela cuidaba de los niños, los padres se acercaban a los parques públicos a curiosear y dormir la mona, los jóvenes bailaban bajo entoldados con farolillos multicolores. Aroma de jabón y tabaco rubio. Los grandes desplazamientos son posteriores a la Segunda Guerra.

Quizás se hayan preguntado por qué los alemanes y los ingleses vinieron a soportar un calor africano a las costas españolas en lugar de elegir lugares templados y más educados. La razón económica es una causa, pero no una explicación. Es cierto que las playas, los hoteles, la comida, la bebida y el sexo españoles eran baratos, pero esto es insuficiente. Lo cierto es que desnudarse en público, broncearse, comer, beber, copular con los nativos, nunca habían sido objetivos serios de la civilización occidental, es decir, de sus élites ilustradas, sólo de sus peores elementos coloniales.

Las vacaciones proletarias fueron el efecto de una primera democratización europea, y por lo tanto (secundariamente), de su explotación económica. Era el conjunto de nuevos valores proletarios lo que posibilitaba la explotación turística. Valores que han ido creciendo descomunalmente desde los años sesenta, hasta invadir, en la actualidad, la totalidad de la vida democrática a lo largo del año sin compasión. La desnudez como mercancía exigible de cualquier publicidad, incluida la política (full monty); la gastronomía como actividad democrática y solidaria; el sexo como órgano de realización ética del ser humano. Estos son los únicos valores indiscutibles de nuestra civilización. Todo lo demás puede ponerse en duda.

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Como es lógico, se trata de algo pasajero. Las masas proletarias y democráticas se diferencian de las minorías ilustradas y burguesas en no conceder valor alguno a lo permanente. Muy al contrario, exigen cambios constantes, sorprendentes, que mantengan la diversión, el espectáculo y la excitación cotidiana. Basta con comparar la prensa más seria de hoy con la de 1980 para constatarlo. No hay fenómeno más sorprendente, en la reciente historia española, que haber pasado de ser un país tan machista como Italia, tan ultracatólico como Irlanda y tan homófobo como Cuba, a ser el lugar más intensamente amable con los usos sexuales y religiosos alternativos. La repentina llegada del capitalismo en 1982, gracias al PSOE, y su efecto en la creación de enormes y súbitas masas democráticas y proletarias, ha transformado a España de arriba abajo, con la excepción del País Vasco, que continúa aferrado al modelo católico de minorías asilvestradas, feudales, agresivas y trascendentalistas.

Por ser un fenómeno pasajero, es de suponer que tarde o temprano cambiará. Las masas impondrán más novedades, más valores alternativos. El bronceado se considerará un síntoma del futuro cáncer de piel. La comida y la bebida sumamente venenosas y caras que se venden en nuestros pueblos costeros darán paso al gusto por alimentos orgánicos garantizados por pequeñas explotaciones elegantes. La fornicación, una práctica habitual desde los doce años, pasará a ser un entretenimiento subalterno comparado con los placeres de la Red. En lugar de perder la vida en un laberinto de cemento, los futuros turistas preferirán explorar países peligrosos como Irak o Chad, o practicar la beneficencia veraniega en Sudán y Bangladesh.

Es completamente previsible que las nuevas generaciones no deseen veranear como lo hacían sus abuelos, del mismo modo que muy pocos de nosotros, gente hecha y derecha, deseamos pasar el verano tomando las aguas en Amelie-les-Bains. Algunos indicios sobre el cambio de tendencia comienzan a asomar el morro. De un lado, las masas ricas (ejecutivos menores de treinta años) buscan refugios apartados del gran tráfico y, por ejemplo, se van a hablar con los gorilas de Borneo, mediante tratos directos con gángsteres locales. De otro, las masas pobres acortan sus desplazamientos para no trabajar tan intensamente durante el mes más laborioso y caro del año; en su extremo, las plantillas de ciertas firmas japonesas han renunciado por completo a las vacaciones. Muchos de los antiguos destinos de descanso para familias burguesas son ahora zonas de riesgo tomadas por bandas de hooligans borrachos que cada noche se agreden como mandriles. Los jóvenes actuales soportan muy mal el tormento de la playa, de la siesta sudada, de la noche adornada por estrellas y mosquitos con orquestina vestida de etiqueta, o sea, todo aquello que tanto gustaba a sus abuelos. Las "vacaciones españolas" son, para los menores de treinta años, una momia similar a Baden-Baden.

Tarde o temprano nuestras costas quedarán vacías. Cientos de kilómetros de cemento permanecerán durante siglos cayéndose a pedazos y cubriéndose de zarzamora y ortiga. Por la noche sonarán en su interior aullidos insoportables. Zonas inmensas de este país se convertirán en refugio de criminales, plantas de fabricación pirata, cuarteles de mafias orientales, talleres textiles ilegales, clubes de rufianes eslavos. Superaremos a los infames barrios prohibidos del interland napolitano. La ruina y el espanto extenderán su sombra amarilla sobre unos lugares en donde tiempo atrás, como en el Líbano, giraban las ruletas más caras del planeta mientras delgadas actrices apenas adolescentes sorbían láudano en compañía de futuros suicidas.

Por eso, cuando llega agosto y entramos en agosto y deseamos que agosto se acabe de una vez, cae sobre nosotros el agobio antes reservado para el mes de abril, el mes metafísico, el del silencio de Abraham: meditar sobre la crueldad de los cambios y las metamorfosis, sobre la fatal cercanía de la aniquilación, así como también sobre la incierta aurora de nuevos inocentes que desearán con vehemencia vacaciones bellas, gozosas, resplandecientes, memorables, tan distintas de las de sus padres...

Que ustedes lo pasen bien.

Félix de Azúa es escritor.

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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