_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El Gobierno, ese invento de la cultura

Suelo levantarme todas las mañanas a las siete, acuésteme a la hora que me acueste. Entre ese plazo y las nueve, que es cuando llego a la redacción donde trabajo, consumo cinco o seis infusiones de tila. Ese momento de tranquilidad es el que elijo para leer EL PAIS, para aburrirme soberanamente con algunas de las seniles firmas que allí aparecen (Umbral, J. A. Gabriel y Galán, Luis Goytisolo, Sastre, Cela) y para saber, cómo no, quién vive culturalmente en España. Hoy me toca a mí aburrirles a ustedes. Las páginas de este diario son (quizá a pesar de ellos y por culpa e impericia de los otros) el certificado de nacimiento más importante que puede poseerse. El pasado jueves (22-N) —que no me aburrí— leí un magnífico artículo redactado por Rafael Sánchez Ferlosio. Quiero hoy diferir y comentar alguno de los puntos allí presentados.

Durante muchos decenios los intelectuales españoles —entre los que afortunadamente no me cuento— han sido unos muertos de hambre agasajados de cuando en cuando en ciertas fiestas donde oficiaban al modo decorativo del buen jarrón del Retiro. Eran un atractivo curioso para los otros, para los que si importaban. Paradójicamente, una de las consecuencias negativas de la subida al poder del Gobierno socialista no es que malentiendan o hagan cultura popular, cosa que considero imposible o indeseable, sino que han funcionarizado el escaso caudal crítico que había en la sociedad española. Todos quieren la jubilación: así es como se comportan en los puestos de asesor, comisario o conferenciante. El cómodo puesto y la seguridad va en detrimento del comportamiento díscolo y critico. Son los pensadores de la aspirina. Rafael Sánchez Ferlosio representa la crítica honesta del intelectual estilo Institución Libre de Enseñanza y todo es demasiado trágico.

Yo opero usualmente como si el Gobierno no existiera y siempre defiendo que cada uno debe buscarse la vida como pueda. El Gobierno tiene que ver muy poco con la cultura que a mí me interesa, y de hecho me temo que tal institución sólo es importante para los intelectuales de la vieja cultura —R. Sánchez Ferlosio entre ellos—, que son los que disputan, jalean y obtienen (tal vez no sea su caso) prebendas. Es la cultura oficial la que crea y necesita el padrinazgo de un Gobierno oficialista. Son los intelectuales los que inventan el Gobierno para ser retribuidos... o castigados, que aun con esto se contentan. En sí, la crítica a la institución por su parte, la sobrevaloración de la institución, oculta tras la cortina de humo el deseo sustitutivo, el deseo de poder. Casi todos los intelectuales de la generación del último tranvía sueñan con ser ministros.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

En lo cultural, aparte calidades y empeño, la cuestión se presenta como un gran juego. Simulamos una independencia que no tenemos y el Gobierno, para la otra gente, aparece como una persona de la que de cuando en cuando obtenemos beneficios. La batalla por el pillaje es generalizada y —salvando el tema de contrapartidas demasiado duras— no importa demasiado quién nos compre. Todos los españoles, de hecho, queremos que nos compre Flick. La indignación que sucede a la llamada para ocupar la poltrona es sólo una parte de ese juego. Sólo una postura fría de este tipo permitirá que nuestra cultura sea exportable, integrará lo más descabellado y evitará que nadie se llame a engaño cuando descubran que un director del Museo Español de Arte Contemporáneo (MEAC) organiza pases de modelos en los recintos sagrados del museo. Por ese hecho debería ser condecorado.

Y resulta que existe otra cultura, o muchas otras, que hasta hace poco en nuestro país eran calificadas condescendientemente de marginales. Una cultura que ha aprendido tanto o más de la calle que de los libros, barricadas incluidas. La calle es la única nacionalidad que respeto, un origen. Pero en todo lo demás puedo decir que es con mucho más avanzada y realista que la tradicional. Conoce sus posibilidades y sabe dónde golpear para rentabilizar sus productos aquí y fuera de España. Para esa cultura de fragmentos, mínima pero evidente, el diálogo se establece siempre de barrio a barrio, de ciudad a ciudad, nunca de Estado a Estado. De ahí que el Gobierno tropiece con tantas dificultades al contar en exclusiva con el apoyo o la crítica de esas viejas glorias de salón o de esos otros que entre sus méritos cuentan un y otra vez todo "lo que dieron en la resistencia". ¿En cuál de ellas?, me pregunto. Con buena voluntad se inmiscuyen a veces en lo nuevo y lo joven (esto les encanta) como un elefante que se hunde en el estanque para buscar una trucha. Al desalojar las aguas con su peso demoledor nos desalojan y, tristes, concluyen: no había nada, guijarros, lodo.

No pueden entender que efectivamente la firma es a veces lo más importante, la aparición y la escenificación como juego y ardid de lo que se oculta y de lo que no es evidente. El drama del siglo es la petición constante de evidencia. El modo puede ser tan calificativo como el propio enunciado: la actitud es el contenido. De ahí que se exija la cotización propia del teatro. Rafael Sánchez Ferlosio se extraña por la entrada de los publicistas en la cultura. No es una entrada, sino una adecuación necesaria para la modernización del país. La publicidad es hoy un arte más, y de hecho el mercado del arte es más importante que el propio arte. La transvanguardia es un ejemplo magnífico de operación comercial. ¿Significa eso que los pintores no tienen calidad? Al contrario. La tienen y mucha. Pero para que esa pintura sea pública y exista necesita un apoyo teórico que equilibre y sitúe el trabajo creativo. ¿Cinismo? Simplemente ingenio: se sabe que la aparición de teoría justifica la necesidad de teoría. Y la gente precisa palabras para no aburrirse.

El causante de la popularización de ese río infame, el Jarama, se duele porque la cultura se confunde con la fiesta y con el cóctel. Bien, yo sé de muchos que acuden a esos actos sólo si hay copas y que huyen si hay acto cultural. La "confusión de lo espiritual con lo espirituoso" señala la decadencia de lo primero y el triunfo ineludible de lo segundo. ¿Quién cree en lo espiritual, en lo definido? Recuerdo ahora a ese estudioso de la posmodernidad, el exiliado uruguayo Guillermo Tonsky: "Nuestra obligación es sospechar de los que se definen, de los que se pronuncian". Sospechen, pues, ustedes de mí, como yo siempre sospecho de todo Gobierno. Lo adecuado no es solicitar del Gobierno una política inteligente (cosa dudable), sino una política cínica. Y si no están dispuestos a esto último —la presión de la intelectualidad es fuerte (pub Santa Bárbara, Gijón, Boccaccio, Oliver, el Museo Universal)— prefiero una política estúpida en la confianza de que el caos consiguiente genera más posibilidades de libertad y acción para hacer y para "pillar lo que nos da la gana".

Recuerdo ahora que este verano también fuimos invitados un grupo de gente vinculado a la revista y a los medios donde trabajo a la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP), en Santander. Era una confrontación de las dos culturas. Ingenuos, nosotros, preparamos unas ponencias sobre un tema que apenas importaba. Nos daban permiso para decir lo que quisiéramos. En la ceremonia de la confusión, lo primero solicitado fue que organizáramos una verbena. Nos habían, por lo visto, confundido con un grupo de titiriteros ambulantes. En seguida me di cuenta de que lo decisivo era la presencia; la UIMP justificaba de ese modo estar al día en lo que a cultura se refiere. Allí todo el mundo simulaba cumplir una gran función —los infinitos becarios incluidos—— y pronto comprendí las risotadas y las palmadas cariñosas que nos dedicaban algunos popes de nuestra inteligentzia. Era el gesto de complacencia de quien recibe un nuevo socio en el club social: "Así que tú también por aquí, eh. Ja, ja, ja". Hoy —pasada la sorpresa— el asunto ya no me are ce mal. Sólo que el próximo año, si nos invitan, sabré que me dirijo al norte para pasar una semana de vacaciones a cuenta del Estado. (Tal vez esta nota impida que, como otros muchos, repita en la UIMP. No me preocupa: como rentista que soy no tengo ningún problema para veranear cómodamente en el norte o en cualquier parte).

Si el sistema de cultura popular devaluada y reparto de donaciones no se hunde es porque —parafraseando a Baudrillard— la complicidad de los intelectuales clásicos incita al Gobierno a que se prosiga en una política obscena, abierta, negadora de los vínculos reales de quienes de verdad hacen algo —en sí secreto— y en beneficio estricto de lo público, rentabilizable y votable. Todos son cómplices en pedir al Gobierno una claridad desmesurada —probablemente insoportable— y que conduce al espectáculo de los escaparates demostrables, en su versión sofisticada

UIMP, en su versión popular verbenas, ferias y centenarios del descubrimiento 92. ¿Despilfarro? Tal vez, pero por algún vericueto irónico el asunto me recuerda los potlach que reseñaba Marcel Mauss en ciertas sociedades promiscuas y primitivas: el poder de la tribu se evidenciaba quemando el mayor número posible de bienes, una operación equiparable a la destrucción de los "abanicos" famosos del artículo de Sánchez Ferlosio. Por eso, repito, prefiero que el Gobierno siga ofreciendo y haciendo potlach en la seguridad de que ello genera un estilo de gasto y de fair-play propicio a la ficción y al desconcierto cultural. En el ex tremo pediría un derroche cifrado en una subvención de 25.000 pesetas al mes para todos aquellos parados que —no queriendo trabajar demasiado— se consideren artistas. Hay más artistas porque hay más parados, y este cambio cualitativo sí merece un apoyo político; es decir, un pillaje privado de un bien público.

Concluyendo. La cultureta oficial simula que el Gobierno existe y que es muy importante. Yo creo que el Gobierno es un simulacro del poder reunido que está en todas partes. Su simulación es más sutil. Por ello prefiero y considero más recomendable que el Gobierno no tenga una política definida: ello nos hace más libres.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_